Ouadis, por Javier Reverte
Mi generación ha sido testigo de mutaciones muy sutiles, signos de lo que quizás esté llamado a ser el cambio climático más rápido de la historia de nuestro planeta.
Se nos acaba la Tierra y ahora parece que sí va en serio. Kofi Annan, secretario general del la ONU, lo dijo de forma taxativa en Nairobi el pasado noviembre: " El cambio climático no es asunto de ciencia-ficción ".
Y si no se nos acaba la Tierra, en el sentido estricto de la palabra, al menos va camino de parecerse muy poco a lo que ha sido durante miles de años. Los glaciales se funden, los hielos se retiran de la boca del Ártico, en Groenlandia son cada vez más extensas las praderas mientras retroceden los grandes espacios cubiertos por la nieve, el Kilimanjaro será pronto una montaña sin el nevado sombrero que tantos siglos lo ha adornado, avanza el Sáhara saltando el Mediterráneo y secando el sur europeo, las lluvias escasean, los veranos son de fuego, los ríos languidecen, los noviembres ya no precisan de abrigo ni de calefacción, las Navidades blancas han dejado de ser realidad y se han convertido en un villancico, la Tierra se transforma como una hembra que envejece y cubre totalmente su piel de arrugas.
Mi generación ha sido testigo de mutaciones muy sutiles, signos de la que quizás esté llamada a ser la transformación climática más rápida de la historia de nuestro planeta. Yo recuerdo una infancia de nevadas que llegaban casi a cubrir por entero a los automóviles, y que incluso alcanzaban más alto que mi estatura de niño. Todos los inviernos, al menos durante dos o tres días, no podíamos ir al colegio a causa de las nevadas. El frío de los hogares, que se combatía con estufas de carbón y con braseros bajo los faldones de la mesa camilla, está clavado en mi memoria como un puñal de hielo. A veces pienso en mi infancia y la primera palabra que me sale es frío. Recuerdo el escozor de los sabañones en los dedos y en las orejas. Por las noches, antes de dormir, los mayores pasaban entre las sábanas una especie de calentador de cobre, sujeto por un mango largo, en cuyo interior se consumían rescoldos de carbón. Gracias a ese trasto hoy desaparecido, podíamos meternos en la cama y arrebujarnos confortablemente bajo las mantas de la posguerra, que eran de paño basto y, por lo general, negras y cruzadas por una ancha franja blanca. Muchos hombres solían arrearse un buen copazo de coñac para calentarse la sangre antes de meterse en el lecho, mientras las mujeres se tomaban un vaso de leche caliente. Todo el mundo, grandes o chicos, usaba pijama o camisón y, a menudo, gorro de dormir. Las mañanas eran heladoras, cuando salías de la tibia cama y el aire congelado te asaltaba. En el cuarto de baño te esperaba la perola de agua hirviendo para lavarte a duras penas en la jofaina.
Pero si el frío aterrador de aquellos lejanos años ha quedado casi convertido en un penoso recuerdo, lo que sí ha desaparecido por completo son los cambios de estaciones. En mi ciudad, Madrid, desde hace años ya sólo existen los inviernos y los veranos. La primavera y el otoño son épocas que, cada vez más a menudo, únicamente tienen reflejo en las plantas, cuando vemos nacer las hojas y las flores o cuando vemos a los árboles desnudarse. No he vuelto a vivir las sensaciones de aquellas mañanas de los años 60 en los jardines de la Ciudad Universitaria al lado de mi novia: ese olor a primavera que se hacía notar en marzo y que estallaba a finales de abril como una fiesta de los sentidos. A este paso, al otoño lo marcarán muy pronto tan sólo los calendarios, mientras que la primavera será cosa de los poetas.
He visto ríos que ya no son tales en el estío sino hilillos de agua, como el Lozoya, por ejemplo, al atravesar en agosto el valle que lleva su nombre. ¿Y qué ha sido del Jarama o del Tajuña? ¿Y qué de los antiguos arroyos como aquel que llamaban del Abroñigal y que mojaba los bajos de Madrid?
Los árabes tienen un nombre para designar los cauces de los ríos secos, en donde ocasionalmente, cuando hay fuertes tormentas, corre el agua en súbitos y peligrosos torrentes. Los llaman " ouadi " y son como cicatrices en la tierra, los cañones u hondonadas por donde, hace miles de años, discurrieron los ríos. Temo el día en que nuestros descendientes tengan que llamar ouadis a nuestros ríos: ouadi Tajo, ouadi Ebro, ouadi Miño... Hay tiempo para el remedio. Pero muy poco.
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