Un muelle de París, por Luis Pancorbo
El parisino museo del Quai Branly expone 300.000 obras de arte y primitivos artefactos de Oceanía, África, América y Asia. Por fin ha llegado la hora de exaltar las artes primeras de quienes han visto el mundo por rincones impensados.
Sin llegar a los extremos de subdivisión y aleteo de nariz de Jean-Baptiste Grenouille , el tremendo personaje de la novela de Patrick Süskind, París contiene tantos mundos como perfumes. Hay quien va a París a ver licores, a tocar quesos, a oler ostras, a gustar manos de cerdo y a oír la sinfonía de los patos confitados, no sólo de los patos encadenados, aunque a algunos nos gusta Le canard enchaîné , incluso cuando esa revista no descubre un asunto tan turbio como el de los diamantes de Bocassa y Giscard. Lo importante en París, y no sólo allí, es tener le vin gai , el vino alegre. La meta donde dirigir los zapatos es algo secundario. Al Museo Orsay se puede ir a contemplar no sólo las pinturas de Gauguin sino sus esculturas salvajes. O algo que a uno le hace soñar: la talla de hembras frutales y polinesias que hizo Gauguin para la Maison du Jouir, su Casa del Placer de Atuona (Islas Marquesas), la que lleva la famosa inscripción "Sed misteriosas, sed amorosas, y seréis dichosas". Ellas.
Pero lo que no convendría perderse es el éxito que tiene el Museo del Quai Branly. No llega al año de su inauguración por Chirac y son masas las que acuden a ese museo, que, tras barajarse varios nombres, se ha llamado del Quai Branly por el muelle del Sena donde se ubica. Allí han ido a parar las colecciones del Musée de l''Homme y de otros fondos coloniales de Francia, más las que se exponían provisionalmente en el Louvre, y eso no es cualquier cosa sino un total de 300.000 obras de arte y artefactos de los mal llamados primitivos de Oceanía, África, América y Asia y de sus centenares de culturas. Y es que, tras tantos museos que homenajean la percepción occidental del arte, por fin ha llegado la hora -con campanada parisina- de exaltar la mirada de los otros, las artes primeras de quienes han visto el mundo por rincones y escotillas totalmente impensados.
El propio envoltorio del museo es una genialidad del arquitecto Jean Nouvel empotrada en el aire del París más solemne, a poca distancia de la Torre Eiffel y casi enfrente del Trocadero, que domina la otra orilla del Sena. Nouvel ha puesto paredones llenos de musgo como si fuesen faldas de montes tropicales que rompen la inercia del caminar normal por una acera de París. En los jardines, luego, hay helechos tan frescos como los de las propias selvas y todo eso predispone a un interior donde no falta ningún último grito museístico para valorar los objetos más ancestrales. Subes por una rampa donde te proyectan luces y vídeos casi en los zapatos y que te avisan: "El dedo que enseña la luna no es la luna". Ni esto es el cuento de la buena pipa, ni va de los castillos flotantes de Magritte y sus hombres con melones negros en la cabeza sino de esculturas rituales, y a veces con restos de sangre que, desde luego, no parecen de gallina.
Al entrar ya en el gran barco que conjunta las diversas salas de exposición da la bienvenida estratégica una escultura andrógina de estilo djenenké , encontrada en el acantilado dogon de Bandiagara. Se trata de una fabulosa talla del siglo XI de un personaje de barba y pechos, o sea, de un género tan indeterminado como el de las estrellas. Y luego se abre el gran banquete para los ojos. Desde las plumas de los indios del Amazonas a los cuadros de puntos de los aborígenes de Australia; desde los vestidos de las mujeres beréberes a los tambores de los chamanes altaicos de Siberia meridional. Cada cual encontrará su pieza favorita entre miles y no me extraña que la de alguno sea una hemlot, una quebrada máscara doble con la que la sociedad secreta iniet, de los tolai de Nueva Bretaña, se protegía del universo mundo encontrando entre la línea recta y la curva una línea quebrada con picos y sierras tan inusitadas que parecen más bien cuánticas.
Fabulosas piezas y no menores argumentos para volver a París, si es que nos hemos ido alguna vez de ella. Yves Montand, protagonista de El salario del miedo , guardaba en su cartera un billete del Metro parisino, aunque se encontrara en plena selva de Venezuela. Sufría una inmensa nostalgia por volver a pisar la calle Lepic y la plaza Blanche, las inmediaciones de Pigalle, cuando ese barrio era de verdad canalla y no una sucesión de sex shops con mucho plástico y poca fantasía.
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