Almanaques, por Luis Pancorbo

Casillas vacías de los días en los calendarios de papel tienen un punto de inquietud. Parecen reclamar que uno llene pronto esa virginidad con su piel, con afán y trabajo, con deseo de lo mejor o con buena cintura para cuando vengan mal dadas.

Almanaques, por Luis Pancorbo
Almanaques, por Luis Pancorbo

Ahora, cuando los calendarios son también digitales y se infiltran en relojes de pulsera, móviles, ordenadores y demás, uno reivindica los viejos almanaques, amigos a los que dan ganas de dar una palmada en la espalda. Tal como suena, almanaque viene de almanah , " calendario " en árabe, y eso a su vez deriva de munah , antigua voz que significa " alto de caravana ", según el DRAE. O sea, la pausa que se tomaba el nómada para consultar los astros y saber dónde tenía que ir con los camellos. Esos almanaques, que se hacían andando, con el ojo desnudo, poniendo muescas en la memoria, debían producir en el hombre una gran sensación de poder. El tiempo podía aherrojarse mirando el cielo. Con las estrellas se podían poner mojones en las vidas y dejar de vagar como fantasmas por el desierto.

Sin llegar a los extremos de un almanaque caravanero, las casillas vacías de los días en los calendarios de papel o las hojas que hay que arrancar en algunos de ellos tienen un punto de inquietud. Parecen reclamar que uno llene pronto esa virginidad con su piel, con afán y trabajo, con deseo de lo mejor, con buena cintura para cuando vengan mal dadas, con vida aún ignota, la que da más vértigo, o no, si al estilo de Gramsci se practica el optimismo de la voluntad aparcando el pesimismo de la razón.

Lo curioso es que muchos prefieren amarrarse a lo más escapista. Son quienes echan polvos de la madre Celestina y del padre Cucharón sobre esos 12 meses de papel para obtener de ellos toda clase de éxitos o una cierta ausencia de problemas. Son pasadas mágicas, y también ritos y oraciones que demuestran que existe gente para todo. Nada hay más inane por esos mundos que toda esa multitud de gente que se quiere aferrar a una creencia indiscutible como si fuera un clavo ardiendo. Ésa, desde luego, será su verdad, pero no lo es para el vecino. Julio Caro Baroja, recelando con razón de los absolutistas y de lo absoluto, sugería " el criterio shopenhauriano de considerar puros fantasmas a hombres, mujeres y cosas, fantasmas que se mueven no como quieren sino como pueden, en un escenario difícil de describir, si no es usando un método simbólico y también fantasmagórico" .

Esto, tan acertado, ya se encuentra en Pío Baroja, el tío carnal de Julio, el escritor que tuvo una visión de la vida como un armazón apenas hecho de voluntad y en el que si acaso puede darse una pequeña fosforescencia, un reflejo, que sería la inteligencia humana. Fuera de eso hasta lo más evidente puede quedarse en una mera fantasmagoría. El propio año nuevo lo es. Es un mundo y por tanto un huevo. El año nuevo se agazapa también en esa especie de cascarón simbólico que para muchas culturas contiene una serpiente, regeneradora o fatal, quién sabe. Una idea muy común por cierto la de que el mundo fue un huevo en su origen. El mitologema del huevo cósmico, como lo llamaba Gómez-Tabanera, fue compartido por los pangwe africanos, los ancestrales fineses, las gentes de la India y la Polinesia... Todavía creen eso los indios kogi en las cañadas de la Sierra Nevada de Colombia, a poca distancia del Caribe de Santa Marta.

Pues bien, ya está empollado y puesto el huevo del año y habría que confiar en tener magníficos encuentros, viajes fantásticos, buenos libros y no peores besos y vinos. Lo demás son alharacas, exorcismos, promesas al uso. Dejar de fumar, quitarse de grasas y quitar polvos de todos los sitios, armarios incluidos, vaya programa. Y todavía hay quien va más lejos con sus mentiras piadosas deslizándose por la pendiente. Unos imploran incluso a los dioses el favor o el perdón por algo que aún no se ha cometido.

Lejos de todo eso, la celebración mejor sería irse de viaje con la frente alta y las manos en los bolsillos. Recordando que lo bueno del viaje no es tanto poner pies en polvorosa como ratificar lo bien que estaba uno en su propia casa. Y lo bien que puede seguir estándolo en las Chimbambas.

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