Panamá, por Javier Reverte
Se afirma a menudo que el arte -la acción humana- corrige a la Naturaleza. Y, sin duda, se trata de una vieja sentencia, tan válida como la contraria, esto es, que la Naturaleza es quien acaba por enmendarle la plana al arte. En Panamá, ese pequeño país que hace de puente entre las dos Américas, ambas sentencias son válidas. Hace tres millones de años, merced a la intensa volubilidad de nuestro planeta, surgió del fondo de los océanos Pacífico y Atlántico un estrecho y largo pedazo de tierra, un istmo, que reunió Norteamérica con Surámerica, separadas desde muchos millones de años anteriores a semejante fenómeno, quién sabe si por causa del Big Bang o por el Diluvio Universal, los dos grandes mitos de la ciencia y la religión (dos formas de arte, en definitiva). Y lo que en ese momento eran dos continentes volvieron a convertirse en uno. Pues bien, en agosto del a ño 1914, merced a la obra de los hombres, se abrió un canal entre los dos inmensos mares, de unos 80 kilómetros de largo, que hizo posible la navegación entre ambos.
Desde hace mucho tiempo deseaba ir a Panamá. Y al fin pude hacerlo durante unos pocos días. Naturalmente, asomarse al canal es obligado para cualquiera que llegue a ese pequeño país del que, por lo general, casi nadie sabe nada, salvo que hubo un general llamado Torrijos que tenía cierto gancho con la prensa y con algunos escritores de izquierdas -cabalgando entre el populismo progresista y la dictadura de corte militarista- y que hubo otro general implicado en el tráfico de drogas, un tipo llamado Noriega con la cara picada de viruelas, al que que los norteamericanos depusieron por el simple sistema de enviar sus marines y apearle del trono del poder antes de meterlo en la cárcel. Desde entonces, Panamá se dolarizó, hasta el punto de que su propia moneda, el balboa, ha dejado de imprimirse y la gente compra y vende sólo con dólares. Resulta curioso, sin embargo, que a los billetes de las diferentes cantidades de dólares los panameños los llamen balboas. Es una forma de mantener cierto orgullo patrio: sale el retrato de George Washington debajo del anuncio que pregona "Federal Reserve Note. The United States of América", encima de la peana en donde se lee "One Dollar", y eso se nomina "un balboa" en la voz de un ciudadano panameño.
Panamá es una sociedad, ya digo, norteamericanizada en su economía e incluso en sus modas. Se trata de un país muy rico, pues aquel general populista llamado Omar Torrijos consiguió, en el año 1977, tras un tratado con el presidente de los Estados Unidos, por entonces Jimmy Carter, que el canal, hasta entonces explotado por los norteamericanos, pasara a manos panameñas a partir de 1999, lo cual ha supuesto una enorme fuente de ingresos para la pequeña nación.
Pero por debajo de esa economía y esos usos "agringados", late fuerte el alma latina. Es lo que te asombra: esperas encontrarte con Miami y te das de narices con Colombia. Panamá es mero mundo caribeño por más que los cines muestren las últimas grandes producciones de Hollywood, se coman hamburguesas en las cuatro esquinas de cada calle y la coca-cola se venda por miles y miles de litros diarios.
A las arcas del Estado panameño le entran al año más de mil millones de dólares tan sólo en peajes procedentes del canal, pero día y noche los panameños echan la mano al bolsillo para comer ceviches de corvina al estilo peruano y sancochos al modo de los elaborados en Colombia. Y para divertirse, nada mejor que unos ronsitos y bailarse ritmos salseros traídos de Santo Domingo y sones cubanos. Hay muchas más librerías en español que en inglés y, aunque por las mañanas se lea en los despachos del Panamá City el Wall Street Journal, las risas mulatas descienden las noches de los sábados a viejos tugurios para gozar de los aires del Trópico. En un país como Panamá, la Naturaleza latina ha corregido al arte de la misma manera que el arte gringo corrigió a la Naturaleza. Y conviven sin estridencias.
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