Huyendo razonablemente de la modernidad, Carlos Carnicero
La ausencia todavía de modernidad permite la proliferación de cafés en buenos aires, en espera de saber si el auge económico impulsará un boom inmobiliario que transmute los bares en bancos.
La modernidad es una droga poderosa que genera dependencia, cuyo síndrome de abstinencia convoca consumo desbordado y sometimiento permanente a cuotas de crédito hipotecario, y cuyo exceso agota y modifi ca los comportamientos humanos. Refl exionaba sobre todo esto en la terraza de un café de la Avenida Libertador, en Buenos Aires, donde el verano contrapuesto al nuestro hace que la distancia entre los dos mundos no permita siquiera coincidir en los solsticios, que están invertidos y son contradictorios. Esto, y la diferencia horaria, hace que las dos realidades, la europea y la suramericana, aparezcan todavía más distantes de lo que en realidad son. Me preguntaba cuál es la esencia de la vida porteña que hace que la vida en Buenos Aires sea mucho más plácida que las estancias en España.
Estamos a punto de comenzar el verano austral y el calor se desparrama por los bosques de Palermo, donde se mezclan los fanáticos del culto al cuerpo con los turistas que adoran el sol fuera de su estación de residencia. El café es espléndido y te lo convoyan con unas medias lunas, de grasa o de mantequilla, que son el eje central de una costumbre lúdica que, bajo el eufemismo de " facturitas ", engloba todo tipo de panes dulces. Todavía la ausencia de modernidad permite la proliferación de los cafés, que ocupan casi todas sus esquinas, en espera de saber si la consolidación del crecimiento económico impulsará un boom inmobiliario que transmute los bares en ofi cinas bancarias. Si eso ocurriera, los porteños tendrían que inventar otras plataformas para la conversación, que es el epicentro de su vida, en la que la palabra es el subterfugio para demostrar que el tiempo no es tan importante.
En Argentina todavía no hay crédito. Las consecuencias del desastre económico del 2000 todavía generan una sinergia irresistible entre dos desconfi anzas: la de los ciudadanos frente a los bancos, a los que entregaron un peso cuando valía un dólar y luego se lo devolvieron dividido por tres, y la de los bancos que no saben si lo que prestaron les sería devuelto. La vivienda es cara, pero no porque hayan crecido los precios sino porque ha encogido la moneda. En consecuencia, no se creen ricos los que disponen de una casa ni pobres de solemnidad quienes no han podido comprarla. Ese equilibrio mantiene los precios estables y la angustia por ser propietarios todavía no ha impelido a los argentinos a entregar su alma, su cartera y su vida a ningún banquero español, que afi lan los cuchillos de las cuotas para cuando el desarrollo dé el pistoletazo de salida.
El resultado de esta situación es determinante de dos realidades que ni siquiera se contemplan: la mitad de los argentinos está debajo del límite de pobreza y la otra mitad no para de gastar, pero sólo lo que tiene, en los teatros de la calle Corrientes, en los cafés y restaurantes de cada esquina, blandiendo un vaso de vino Malbec o una botella de aperitivo italiano y encargando la comida a un delivery .
La amenaza viene del norte. Empresarios inmobiliarios de Miami levantan su propia Manhattan en Puerto Madero, donde la tendencia mundial de convertir los docks portuarios y las naves industriales en urbanizaciones de lujo no ha dejado de introducirse en la realidad porteña. Las torres de Puerto Madero desafían la gravedad y se levantan poderosas al amparo de la autoridad portuaria, que pasa por ser la mejor policía del país, convertida en guardiana de un paraíso de modernidad que enorgullece y asusta a sus ciudadanos. A la sombra de los rascacielos se ha asentado la segunda marca de los mejores restaurantes, que doblan las mesas sin creerse la facturación de cada madrugada. El área de infl uencia de Puerto Madero se extiende al bohemio barrio de San Telmo, paraíso de las peregrinaciones gays del Cono Sur en un eje que arrancó en San Francisco, se materializó en Chueca y se hizo vida en Buenos Aires.
Y así transcurre la vida con el hemisferio cambiado. Las cosas suceden sin empujar la realidad y se pueden discutir en cada esquina sabiendo que las consecuencias de la conversación no modifi carán nada. No se pretende dar trascendencia a cada acto porque los telediarios todavía no apabullan. Los taxistas sufren moderadamente un tráfi co caótico dentro de los límites razonables de un parque automovilístico que se renueva cada muchos años, sin necesidad de que la oferta de las cuotas te obligue a cambiar de coche. Los grandes almacenes no te embriagan con aplazar los pagos del televisor a la fecha que el niño termine el servicio militar y los parques siguen teniendo vida porque jugar al fútbol, en la vereda, es la garantía de que seguirá habiendo un montón de pibes que hagan grande a Boca Juniors.
Cae la noche y la ciudad se prepara para no dormir. A la vuelta de casa venden fl ores las 24 horas del día, aunque los enamorados y los culpables permanezcan sin recursos. El quiosco de periódicos tampoco cierra y aguarda paciente en la madrugada, de guardia, a que lleguen los ejemplares de un diario que no tiene demasiada prisa por contar lo que ya se sabe. Los noctámbulos toman posiciones para aprovechar la última palabra, que, sin embargo, no será defi nitiva. La modernidad acecha amenazante, emboscada en la promesa de hacer más felices a los argentinos cuando puedan tener de todo para aprender a no disfrutar con nada.
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