Tras el vuelo del cóndor en el Valle del Colca
En esta cicatriz del sur peruano donde la furia volcánica abrió uno de los cañones más profundos del mundo, contemplar esta majestuosa ave es un espectáculo hipnótico
Lo primero que hay que sufrir en el Valle del Colca son los rigores de las alturas. Es algo inevitable, tanto como el estremecimiento que provoca su primera visión, cuando se llega a este escenario encajonado entre las cumbres nevadas de los Andes y se siente de pronto el efecto embriagador de la inmensidad. Después vendrá el misterio, la magia, la llamada de esta tierra que invita a perderse por los túneles de los tiempos hasta dar con el pasado aprisionado entre sus piedras. Pero el soroche, persistente y machacón, es el precio inmediato que hay que pagar por arrimarse a las proximidades del cielo.
Nacido de un cataclismo, este valle del sur peruano emplazado a unas tres horas por carretera de la ciudad de Arequipa, es un espectáculo natural único al que el propio Mario Vargas Llosa, oriundo de esta región, le dio el carrollianosobrenombre de 'El Valle de las Maravillas'.
Aquí todo permanece inmutable. Ni el lento amontonar de los siglos ni la fuerza de ese viento que golpea y que, al hacerlo, deja colgado su eco sobre las laderas escarpadas, ha logrado borrar la huella de las civilizaciones más antiguas, de mucho más allá de donde alcanza el recuerdo. Este valle de orografía antojadiza esconde todo un legado de ritos y creencias relacionadas con los apus, montañas a las que los incas consideraron deidades poderosas.
Y es que esta tierra era tan pródiga y fértil que sólo cabía adorarla. Sus suelos fueron desde tiempo inmemorial un extenso dominio agrícola donde se puso en práctica uno de los sistemas de andenerías más formidables del mundo. Existen en todo el territorio unas diez mil terrazas cultivables, algunas de las cuales provienen del año 500 antes de Cristo, antes, mucho antes incluso de la llegada de los incas a estos ignotos parajes, donde ellos mismos perfeccionarían los canales.
Un sistema de ingeniería agraria que no sólo constituía la infraestructura perfecta para distribuir los torrentes del riego en las pendientes acusadas, sino que también dio al valle su imagen más característica: la de esos escalones labrados en la tierra con diferentes tonalidades del verde. Si hay algo que distingue de veras al Colca son estas terrazas de alocada geometría que acompañan el curso cimbreante del río. Y todavía hoy, miles de años después, sirven para el cultivo de papas, habas o quinua, principales productos de los Andes.
Pero existe en este lugar un reclamo imprescindible y éste es contemplar el majestuoso vuelo del cóndor. Considerado mensajero de los dioses y emisario entre los vivos y los muertos, el volador más pesado del planeta cuyo despliegue de alas puede superar los tres metros, ofrece un espectáculo único: el de quedar suspendido en el aire sobre sus espectadores, mientras sube y baja desafiando el abismo y trazando elegantes parábolas frente a las paredes rocosas.
Esta escena tiene lugar en el mirador de la Cruz del Cóndor, allí donde el valle se estrecha de forma significativa para dar lugar al famoso Cañón del Colca, una brecha de 100 kilómetros en cuyas profundidades -3.400 metros de vacío- se abre paso el río del mismo nombre bajo verticalidades de vértigo. Un cañón injustamente considerado el más profundo del mundo -en realidad lo es su hermano Cotahuasi, también oriundo del sur peruano- y que, a diferencia del Colorado, que nació de la erosión de un río, se trata de una falla geológica abierta por un terremoto.
En las inmediaciones de esta sima, y aprovechando el tirón de turismo, ya hace tiempo que las mujeres indígenas venden sus artesanías de colores. Pero lo hacen de manera tímida y callada, alejadas de toda estridencia comercial, para no perturbar la paz y el misterio de este valle.
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