Villas y fogones de Segovia
Segovia se postula como la Capital Europea de la Cultura para el año 2016. Desde diciembre, el AVE la pone a sólo unos minutos de Madrid o Valladolid. Una autovía entre esta capital y Segovia cruzará villas históricas, como Cuéllar, en las cuales aguardan al viajero dos sorpresas: un festín de arte mudéjar y unos figones donde degustar lechazo y tostón, o sea, cordero y cochinillo asados antes de matricularse en párvulos.
Lo primero que llama la atención en la meseta segoviana son las manchas de pinar. La Tierra de Pinares ocupa 2.000 kilómetros cuadrados. Es pino negral, o resinero, que empezó a plantarse en el siglo XIII, cuando los campos de batalla entre moros y cristianos se repoblaron con emigrantes gallegos, navarros, vascos, musulmanes toledanos y judíos. Ellos "convirtieron la tierra de nadie en tierra de todos. Crearon una cultura de frontera y una comunidad de hombres libres". Las llamadas Comunidades de Villa y Tierra.
Eso es lo que se escucha y puede leerse en el Centro de Interpretación del Mudéjar, en la Iglesia de San Martín, en Cuéllar. Villa que encabezó una de las 42 Comunidades que hubo en Castilla; concejos libres de todo señorío, sólo sujetos al rey, con poder para administrar sus montes, dehesas y aguas. Estas Comunidades fueron luego vaciadas de poder efectivo y siguen existiendo sólo como entidad simbólica. Cuéllar, la más poblada de Segovia después de la capital, vuelve en estos días a conocer algo parejo a lo vivido cuando la gran Repoblación: su casco antiguo, incómodo, se vacía de cristianos viejos y es ocupado por nuevos emigrantes, venidos esta vez de lejos; más del 10 por ciento de los vecinos de Cuéllar son emigrantes.
Pero antes de entregarse uno a las calles de Cuéllar conviene pasar por el castillo, su ombligo, su epítome de historia. Uno de los castillos más lustrosos de España, recompuesto y acicalado como palacio renacentista por los primeros duques de Alburquerque. Además, está habitado. Los actuales duques lo tienen arrendado al Ayuntamiento, que ha instalado allí la Oficina de Turismo y desde hace diez años organiza, en los fines de semana, visitas guiadas y teatralizadas. Por sus tripas aparecen el poeta Espronceda (que estuvo allí preso en 1833 y escribió la novela Sancho Saldaña, el castellano de Cuéllar), se bate en duelo don Beltrán de la Cueva, las damas se citan para más tarde con el turista más apuesto y todos, especialmente los críos, disfrutan aprendiendo, o viceversa. Desde el castillo (que está en lo más encumbrado, junto con la iglesia citada), un paseo cuesta abajo nos acerca a una treintena larga de templos, palacios y edificios que van siendo rescatados. Puertas y arcos (Cuéllar tuvo doble recinto amurallado) como las de San Basilio, Santiago o San Martín. Iglesias mudéjares que son excelentes muestras del románico de ladrillo, como San Andrés, Santiago o San Esteban (junto a la cual un mínimo parque arqueológico ha destapado 39 tumbas, 14 silos para grano y seis pilas de tintorero). Al lado están la judería (hubo al menos una sinagoga) y el Estudio de Gramática, por el que pasó el cardenal Cisneros.
Por desgracia, a Cuéllar se la conoce menos por su historia y sus monumentos que por sus encierros. Presumen de tener los más antiguos de España. También destaca por la calidad de sus asados. En este territorio cercano a Arévalo, el tostón le reta al lechazo; más abajo (en Turégano, Pedraza o Sepúlveda), el cordero es el rey.
Los pinares alivian el trago de tener que atravesar aquellos pueblos mesetarios; pasa con ellos como con los garbanzos, que son buen alimento, pero de difícil digestión. Así que nos plantamos en Coca. La Cauca romana que vio nacer al emperador Teodosio el Grande, en el año 347. De tiempos romanos quedan unas cloacas y unos muñones de villa o Casa de los Cinco Caños a las afueras (parece que al lado hay una villa imperial). Pero hay unos sepulcros renacentistas (en la iglesia) que no debiera uno perderse, un tramo de muralla medieval y, sobre todo, el más preciosista castillo mudéjar, de ladrillo, milagrosamente conservado; funciona como escuela forestal y recibe visitas guiadas. Una estampa inolvidable es verlo en las noches estivales, encendido como un ascua, con un coso a sus pies donde los mozos hacen perrerías a las vaquillas.
Otro castillo distinto nos aguarda en Turégano. De piedra, pendiente de restaurar y con una iglesia románica caída como un meteorito sobre su patio de armas. Abajo, en torno a la Plaza Mayor porticada, se reparten figones, panaderías y anticuarios.
Otra villa singular nos sale al paso, camino de Sepúlveda: Pedraza, cabeza de otra Comunidad de Villa y Tierra. Todo un fenómeno socio-turístico. Menos de cien vecinos, no mucho que ver (el castillo, con pequeño museo Zuloaga, la plaza, la cárcel de la villa...) y, sin embargo, abarrotada de público, sobre todo en fines de semana; hasta el punto de que no dan abasto su docena larga de restaurantes, sus cuatro hoteles con encanto y sus decenas de tiendas de buen gusto, en la estela de De Natura, que abrió el decorador Paco Muñoz en los años 70, al tiempo que fundaba una ejemplar fábrica de estaños.
De aquí a las lindes de Soria son enebrales y sabinares los que inundan el horizonte: el mayor sabinar de Europa. El Duratón, de raíz celta, va labrando en la arenisca unas hoces cada vez más profundas; al iniciarse éstas, una ciudad romana, Sepúlveda, que debe su nombre a las siete puertas (septem publicae) que tuvo.
Pero Sepúlveda no guarda vestigios romanos sino románicos, del tiempo de la Repoblación. Media docena de iglesias, apostadas de manera teatral en un paisaje dramático, donde naturaleza y artificio se funden con armonía. Románico, restos de un castillo, un Centro de Interpretación del vecino Parque Natural de las Hoces del Duratón en la Iglesia mudéjar de Santiago y, sobre todo, algunos de los figones más veteranos de toda la provincia, donde varias generaciones de mesoneros han despachado cuartos y raciones de cordero a paisanos y excursionistas.
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