Islas del fin del mundo: las Galápagos de las Antípodas
Islas Subantárticas. Por estas latitudes barridas por los vientos, a caballo entre Nueva Zelanda y la Antártida, un puñado de archipiélagos rezuma vida de todo tipo, excepto humana. Son las galápagos del reverso del planeta.
Sin excusas, cada vez que el tiempo de perros permita desembarcar, será obligatorio aspirar hasta el último bolsillo y el último velcro del anorak, no fuera a colarse alguna semilla ajena a este conjunto de archipiélagos de Nueva Zelanda y Australia y osara germinar en una de las esquinas más intactas que le quedan al globo. Para alcanzar estas reservas marinas entre los paralelos 48 y 55 Sur no solo habrá que cruzar medio mundo, sino enfrentarse a los vientos pavorosos que algún grumete debió bautizar —por su latitud— como los Rugientes Cuarenta y los Aulladores Cincuenta. Un privilegio al alcance de pocos, donde aguarda una flora muy de Parque Jurásico y una fauna tan desacostumbrada al hombre que apenas pestañea ante su presencia. Igual que en las Galápagos, pero en la cara b del planeta.
Tras un día navegando desde el extremo sur de Nueva Zelanda, en The Snares, las más septentrionales de estas islas subantárticas, ni siquiera permiten tocar tierra. Sus inesperadamente frondosos islotes volcánicos se dejan, eso sí, circundar en las zódiacs que acarrean los escasos cruceros de expedición que llegan cada año hasta tan lejos. Solo en su diminuta North East Island anidan más aves marinas que en toda Gran Bretaña: petreles buceadores capaces de pescar propulsándose con las alas, millones de pardelas que asoman cada primavera para procrear o, entre tantas otras, los pingüinos endémicos de las Snares. Con el aire de drag queen que les otorgan sus penachos amarillo canario infestan los roquedos por los que se va colando la lancha a lo largo de una hora que se pasa en un suspiro. Espiarlos en su hábitat, con sus zambullidas y sus trompicones apiñados por los acantilados, tiene algo de asistir al origen de la creación. La primera pingüinera jamás se olvida. Su hedor, tampoco.
En Enderby Island, ya perteneciente al grupo de las Auckland, sí podrá desembarcarse siempre que las olas y el viento tengan a bien. Ajenos al pequeño ejército de marcianos que enfundados en forro polar les apuntan con sus cámaras, decenas de leones marinos de Hooker derrochan testosterona sobre la playa de Sandy Bay defendiendo sus harenes con hasta una veintena de hembras. Más oscuros y mucho más orondos que ellas, solo los más fuertes lograrán reproducirse. Observándolos desde un alto a dos pasos se hace evidente cómo, por estos territorios, la vida del macho alfa tiene poco de fácil. Cuando llega la temporada del amor, estas furias de grasa pelearán por hacerse con los mejores rincones de la playa.
Así tendrán más papeletas de resultar elegidos por las chicas, muy dadas a aparearse con un triunfador, dueño, además, de una señora casa con vista al mar. Las cicatrices que les dejan en la piel las luchas con los rivales no son nada en comparación al estrés de sus carreras para espantarlos cada vez que algún aspirante, loco por dejar su semillita, intenta arrimarse en un despiste a las recién paridas, enseguida de nuevo fértiles. De puro agotamiento, muchos mueren al final de la época de cría, aunque la cosa no parece amilanar a los jóvenes. En grupos más retirados, vigilados por una tímida colonia de pingüinos de ojos amarillos distintos a los de las Snares, entrenan lances y gruñidos para cuando les llegue el momento de formar su propio harén.
En otro costado de las Auckland, la tierra se esponja mullida a cada paso por los bosques de rātā, una fantasmal amalgama de troncos coronados, como leñosos brócolis gigantes, por una sombrilla de vegetación que no parece de este mundo. Entre helechos descomunales y durísimos, fruto de su adaptación a la salinidad y los vendavales, estallan durante el verano austral las flores rojas, naranjas o púrpuras de las megahierbas, una rareza exclusiva de estas islas cuya extravagancia encajaría mejor en el trópico.
Casi a medio camino entre Nueva Zelanda y la Antártida, había que ser muy optimista para instalarse por estos pagos a hacer negocio. Una cosa era aventurarse en batidas para cazar lobos marinos—de los que mataron tantos que a punto estuvieron de extinguirlos—, y otra muy distinta montar un asentamiento con granjeros, mujeres y hasta iglesia. Pero a semejante quimera se lanzó a mediados del siglo XIX el empresario Charles Enderby. La idea era prosperar con la caza de ballenas y la agricultura para abastecer a los grandes clippers en ruta hacia Europa. El fiasco fue tal que en menos de tres años tuvieron que claudicar. De la fallida colonia de Hardwicke apenas queda un cementerio donde reposan tres niños nacidos en ella, y otros tantos náufragos de los no pocos que se han tragado estas aguas.
El árbol más solitario
Muy probablemente el barco se habrá vuelto a mover como una centrifugadora hasta fondear en la mejor bahía de Campbell Island, una de las principales zonas de cría para las ballenas francas australes y otro un espectáculo vegetal. Como recoge el Libro Guinness, en ella se levanta “el árbol más solitario del mundo”. De hecho es el único de esta isla tan húmeda, donde en su mes más seco, febrero, llueve 19 días de media. Al margen de esta conífera, introducida seguramente cuando los balleneros campaban a sus anchas, las megahierbas, con sus hojas de hasta medio metro de ancho y la estridencia de sus flores, presiden de nuevo sus geografías.
Para el pasaje más comodón hay prevista una singladura en zódiac por el fiordo de Perseverance y un paseo amable sobre pasarelas de madera en busca de algunas de las seis especies de albatros que anidan en las Campbell. Sin embargo, los más en forma recordarán toda la vida el trekking de fácil 10 horas en el que, con el barro hasta las cejas, se adentrarán por sus colinas. Diezmados por los cazadores en el pasado, los leones marinos se camuflan por los setos bien tierra adentro. De no verlos y acercárseles demasiado, un coro de bufidos suele bastar para disuadir a los caminantes a dar un paso más.
Pero de estar ya a tiro de alguna de estas moles de hasta 500 kilos en canal, salir por piernas no sería buena idea. A pesar de sus andares torpones, corren que se las pelan, y parece divertirles tener a un humano delante de liebre. Como aconseja una de las naturalistas que el Departamento de Conservación de Nueva Zelanda desplaza de cuando en cuando a la isla, mejor quedarse muy quieto, levantando la mochila para aparentar más tamaño, y cruzar los dedos para que se aleje rezongando o permita sortearlo sin que llegue la sangre al río, que es lo habitual.
Si estos encuentros ya compensan todo el viaje, casi emociona aún más la infinidad de nidos de albatros reales, guarecidos del viento entre los herbazales, a la vista por su horizonte de lomas. En ningún lugar del planeta pueden contemplarse incubando o alimentando a sus pollos tantas de estas aves de más de tres metros con las alas extendidas. Ni, sobre todo, contemplarlas tan cerca.
Monógamos, capaces de desconectar alternativamente cada mitad del cerebro para volar sin descansar en tierra durante meses, los albatros reales del Sur crían cada dos años, y el 99 por ciento de su población mundial viene a hacerlo a Campbell Island. Al filo de los acantilados, su vuelo sin batir las alas se exhibe certero como el de un caza. Muy distinto al aleteo de las skúas, unas piratas que se alimentan de robarle las presas, los huevos y hasta las crías a otras aves, y tan agresivas que no dudan en atacar a cualquiera que se acerque a sus nidos. ¡Y eso incluye a los humanos!
Algunos cruceros emprenden desde aquí los 650 kilómetros de vuelta a la Nueva Zelanda continental, o con suerte prosiguen hacia las también neozelandesas islas Antipodes y las Bounty. Los mejores, bajan más aún hasta Macquarie Island, el bonus track australiano de este puñado de santuarios Patrimonio de la Humanidad. De tener ya el cuerpo hecho a los meneos de los Aulladores Cincuenta, el día entero a bordo volará admirando hipnotizado, desde cubierta o el puente, los escuadrones de aves pelágicas que planean al ras de las olas, o aguardando a que asome entre ellas la aleta de algunas de las miles de ballenas que frecuentan estos archipiélagos.
Serengueti del Antártico
La barbaridad de pingüinos que se acerca a curiosear junto a las zódiacs explicaría ya de entrada que a Macquarie Island le digan el Serengueti del Antártico. Perfectamente aerodinámicos, su velocidad de proyectil en el agua contrasta con sus divertidos avances, tan patosos, al poner pata en tierra.
En esta isla a desmano de cualquier lugar conviven cuatro especies. El pingüino real, con su pinta de gallináceo carnavalero, es el único endémico y su población ronda la friolera de dos millones de ejemplares, aunque también los hay saltarrocas, gentú y los más grandes pingüinos rey, como embajadores en frac pillados en un renuncio al verlos ir y venir atribulados por la playa.
En teoría hay que respetar una distancia de cinco metros, pero son ellos los que se saltan las normas. No hay más que sentarse sobre las arenas de Sandy Bay para que no tarden en aproximarse cacareantes grupitos de ellos a posar sin vergüenza en las fotos. Como torpedos en desuso, también sobre esta playa negra se desparraman cuan largos son los elefantes marinos, algo parecido a descomedidas babosas de ojos tiernos y hocicos amenazantes de hasta cuatro toneladas. Si impresiona su velocidad cuando alguno se arranca a reptar sobre sus ondulantes lorzas rumbo al agua, directamente corta la respiración asistir, apenas a unos metros, a sus peleas por el territorio, estampándose unos contra otros cual luchadores de sumo mientras les tiemblan las carnes y de muy adentro les nace un gorjeo bronco de cloaca atascada.
También con ellos se hicieron en el pasado buenas razzias para fabricar botones con sus huesos e iluminar lámparas con sus muchas grasas como combustible. Prohibidas hace un siglo, hoy parece quedar poca memoria de aquellas matanzas. Los cientos de miles de pingüinos rey que se hacinan por la playa de Lusitania Bay ni reparan en los oxidados digestores a vapor donde se cocía a sus antepasados para sacar de cada uno medio litro de aceite. E igualmente los elefantes marinos dormitan confiados por los senderos sin ni inmutarse, salvo de arrimárseles más de la cuenta algún humano.
La fauna de Macquarie Island algo está acostumbrada a la quincena de guardabosques y científicos que pasan incluso lo más hostil del invierno en la base de la Australian Antarctic Division.
Quizá porque solo se permiten mil visitantes al año y estos valientes andan urgidos de compañía, a la mínima se invitan a una taza caliente en el café de su sede.
No habrá habido en todas estas islas otra oportunidad de chupar de wifi para saber si ha pasado algo en el mundo. Ni la habrá así como así de tener la fortuna de continuar aún más abajo. Porque lo que espera en cuatro días con sus cuatro noches de mar, enfrentándose entonces a los vientos de los Sesenta Bramadores, será la remotísima zona de la Antártida por la que Shackleton, Scott y Amundsen abordaron la conquista del Polo Sur en una carrera a vida o muerte por clavar su bandera en la última frontera que le quedaba a la Humanidad.
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