Europa Clásica, los destinos de la Belle Epoque
¿Qué tienen en común la Costa Azul, Baden-Baden, los Alpes suizos, el Rin Romántico y el lago Como? Son cinco destinos clásicos que dieron lugar a nuevas formas de viajar y que han llegado al siglo XXI conservando el encanto y los atractivos de la Belle Époque.
¿Paya o montaña? Probablemente, un aristócrata de finales del XVIII no hubiera sabido responder. Ambas opciones le parecerían lugares inhóspitos, no aptos para un caballero de su clase. Un siglo después no lo habría dudado: en verano, Baden-Baden; en invierno, la Costa Azul.
En la Belle Époque, truncada por el comienzo de la Primera Guerra Mundial, coincidieron el desarrollo de las comunicaciones y el transporte y la primera etapa de relativa paz en Europa después de mucho tiempo. Además, la industria había permitido a algunos crear fortunas fabulosas. Viajar dejó de ser algo tedioso y arriesgado para convertirse en un placer. Lugares antes visitados por las virtudes terapéuticas de sus aguas o su clima se adaptaron a las necesidades de unos viajeros más lúdicos, construyendo casinos, salas de conciertos y el epítome del turismo de la Belle Époque, los grandes hoteles. El hogar lejos del hogar de los afamados huéspedes de estos establecimientos no podía ser menos que un palacio y así se construyeron majestuosos edificios en estilo imperio o art nouveau en los que legiones de empleados atendían sus necesidades. Chefs pioneros, como Auguste Escoffier, crearon en los fogones de los grandes hoteles platos clásicos que los huéspedes comían en cenas dignas de una novela de Agatha Christie.
La aristocracia marcaba las tendencias y cualquier lugar donde la reina Victoria o los Romanov plantaran sus reales se consagraba como destino preferente entre las clases altas. Para el resto de los mortales sólo había una forma de subirse aunque fuera al estribo del tren del lujo: el demi-monde. Un mundo fronterizo donde se movían las cortesanas, provenientes de la plebe, pero con una clientela que incluía a las grandes figuras de una realeza europea que aprovechaba las vacaciones para echar una canita al aire; todo un preludio del turismo sexual. Auténticas geishas occidentales como Cora Pearl o la española La Bella Otero causaron estragos e hicieron fortunas siguiendo los pasos de sus benefactores por media Europa.
Muy cerca de la de las cortesanas surgió otra clase de demi-monde, la de los artistas y escritores. Los ya consagrados acudían a Baden-Baden o a Davos en calidad de huéspedes en busca de inspiración. Mientras, otros muchos pululaban entre el séquito de los visitantes ilustres en busca de mecenazgo.
Los destinos que presentamos han sobrevivido a las numerosas vicisitudes del siglo XX y mantienen aún las virtudes que los convirtieron en clásicos durante el esplendoroso y convulso fin de siècle. Y es que, aunque las cosas han cambiado mucho, en ellos se desarrollaron las formas de viajar que disfrutamos hoy. El turismo rural, el de salud y belleza, el de aventura, el de sol y playa o el de evasión y relax se desarrollaron en los castillos del Rin, en el balneario de Baden-Baden, en las montañas de los Alpes suizos, en las arenas de la Costa Azul y en las orillas del lago Como. Y para disfrutarlos ya no hace falta ser miembro de la realeza.
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