Bohol y las colinas de chocolate, el paisaje más delicioso
Esta isla de Filipinas tocada por el don de la sonrisa es mucho más que un sueño del trópico.
Dice la leyenda que estas diminutas montañas, que son sedimentos de coral que en su día fueron submarinos, son lágrimas de un gigante abandonado por su amada mortal. Fantasía o no, lo cierto es que su apariencia resulta de lo más golosa: unos 1.200 montículos con forma de cono que, vistos desde la lejanía, parecen adoptar la forma de una caja de bombones. Por algo a este paraje lo llaman las Colinas de Chocolate (Chocolate Hills).
Lo encontramos en Filipinas, en la isla de Bohol, que pertenece al conjunto de las Visayas centrales, ese bloque de atolones caracterizado por pintorescas ensenadas, recoletas playas de perfil edénico y originales paisajes de flora multicolor. Aquí se oculta esta impresionante construcción que parece hecha por el hombre y que, sin embargo, se debe entera a la Naturaleza: una cadena de colinas idénticas, suaves y redondeadas, que se muestran muy verdes en la época de los monzones, pero que adoptan el color del cacao cuando llega la estación seca y el sol chamusca la hierba.
Origen desconocido
Las Colinas de Chocolate se pierden en el horizonte en una sucesión sin fin. Todas con una altura y un diámetro similar, juntas las unas a las otras a lo largo de unos 50 kilómetros. Y aunque la razón de este tentador aspecto todavía no se conoce del todo, se apunta a la erosión continua de la lluvia y el viento, que fueron suavizando la superficie de estas rocas de caliza hasta adquirir ese aspecto artificial.
Hoy, todo el que visita Bohol, acude a disfrutar de este fenómeno, dejando pasar la horas ante semejante belleza. Pero no es el único atractivo que encontramos en esta isla, que encierra una de las mayores producciones de coco del país y una naturaleza desbordante.
En ruta por el interior
A bordo de un jeepney (miniautobús de origen militar decorado con colores brillantes) se llega, por ejemplo, al río Loboc, donde puede realizarse un crucero a lo largo de su curso, al tiempo que se disfruta de su vegetación selvática y se degusta durante el trayecto un típico menú filipino: mariscos cocinados en leche de coco, rollitos de arroz envueltos en hojas de plátano y guisos condimentados con salsa de guayaba y cacahuete.
También se llega a los frondosos bosques de bambú y caoba, que son la morada del tarsero, el boholiano más carismático: una criatura diminuta, con ojos desorbitados y larguísima cola, que está considerada el primate con menor tamaño del planeta.
La isla de la amistad
Así es como llaman a Bohol. Un sobrenombre que le vino dado por un hecho de magnitud histórica. Fue en los azarosos tiempos de la conquista cuando el colonizador español Miguel López de Legazpi y el caudillo local de los indios, Datu Sikatuna, decidieron (en un alarde de inusitada inteligencia) que de nada serviría guerrear. Y así llevaron a cabo un sometimiento sereno, sin muertes y sin estragos, que quedó rematado con un pacto que velaría por la amistad. Cuentan que ambos dirigentes se hicieron un corte en sus brazos y con la mezcla de su sangre sellaron su hermanamiento.
De este gesto del siglo XVI queda hoy un bello conjunto escultórico que cuelga por encima del mar: el Blood Compact Marker, fiel reproducción del brindis entre el sultán y el expedicionario. Pero lo cierto es que también las gentes de Bohol, con su cordialidad innata y su predisposición a la risa, justifican el apodo de esta isla tranquila y hospitalaria
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