¿Sabes que la frontera más antigua de la Unión Europea está en la península? Descubre cómo es la Raya

En ocasiones, la convivencia, la cultura y las tradiciones son suficientes para hacer añicos tratados y barreras. Lo saben bien los habitantes del entorno de la Raya, como los que viven entre Zamora y Bragança, hermanados desde tiempos remotos por un espacio híbrido que no entiende de límites ni fronteras.

Mirador de São João das Arribas.
Mirador de São João das Arribas. / Javier García Blanco

Suma más de 1.200 kilómetros desde la desembocadura del Miño, en el norte, hasta la del Guadiana, en el sur. Sobre el papel, es la frontera más antigua y más extensa de la Unión Europea. En la vida cotidiana, por el contrario, la realidad es bien distinta: la Raya (o la Raia), es un lugar de límites que se confunden, un espacio de indefinición en el que nadie es de uno u otro lado, donde español, portugués y varias lenguas híbridas se entremezclan; donde abundan los matrimonios mixtos; donde se comparten los mismos paisajes, los mismos ríos, la misma cultura. Como explica César Rina en Un viaje por la Raya, “a diferencia de la frontera, la Raya no es muro ni barrera, sino espacio de experiencias y contactos”. Y es que este territorio, que alcanza mucho más allá de la línea cartográfica, es una falsa frontera que, en definitiva, nunca existió, al menos para quienes habitan su entorno.

Vistas al Duero y al Puente Mayor de Toro.

Vistas al Duero y al Puente Mayor de Toro.

/ Javier García Blanco

Lo comprueba pronto el viajero que se adentra en la Raya, sin importar a qué altura de la misma —o a qué lado— se encuentre. Recorrer toda su extensión supone una tarea apasionante, aunque compleja, así que lo ideal es adentrarse en territorio rayano cruzando una de sus partes. Por ejemplo, entre la zamorana villa de Toro y la portuguesa Bragança, situadas, como en un espejo, a ambos lados de la Raya.

Tierra de vinos y verracos

Toro recibe al viajero “erguida en atalaya”, tal y como describió Unamuno tras uno de sus recorridos por la zona. Y aunque está a cierta distancia de la frontera —unos 70 kilómetros, en línea recta—, la villa zamorana conserva algunas sorpresas que la conectan con el “otro lado”. Desde el mirador de El Espolón, que se asoma a la vega del Duero y a su puente medieval, se divisa también el Alcázar, origen de la ciudad y escenario de no pocos episodios históricos, como la guerra entre Juana la Beltraneja —esposa de Alfonso V— e Isabel la Católica, en la que sirvió de bastión al ejército luso. Hoy alberga un centro de recepción de visitantes y está vigilado por un verraco prehistórico, testimonio del pasado vacceo del lugar.

Colegiata de Santa María la Mayor de Toro.

Colegiata de Santa María la Mayor de Toro.

/ Javier García Blanco

A partir del siglo XII la villa fue un importante centro de poder político y religioso, algo que resulta evidente al contemplar la espléndida colegiata de Santa María, un templo que tiene en la espectacular Portada de la Majestad su joya más destacada, con soberbias esculturas que aún conservan su policromía. El paseo por el centro histórico lleva al viajero a través de otros monumentos de interés: la Torre del Reloj, la plaza de toros —construida en 1828—, y una sucesión de casonas nobles y palacios, como el de los condes de Requena, donde se pueden visitar dos hermosos patios: uno de estilo gótico-renacentista y otro, el del Siete, con carpintería de madera.

El palacio también oculta una espectacular bodega subterránea y es que, siendo Toro una ciudad consagrada al vino —suma más de 300 bodegas—, ofrece una interesante ruta que recorre algunas de las más antiguas, todas bajo tierra. El respeto de los toresanos por sus tradiciones es reverencial, y eso se transmite a otros enamorados del vino de la provincia, como María Alfonso, de Finca Volvoreta, una bodega de la cercana Sanzoles que fue galardonada por el Ministerio de Medio Ambiente.

“Trabajamos con respeto hacia el ecosistema que nos rodea”, explica María mientras recorremos su viñedo, a unos 800 metros de altitud. La joven zamorana ha apostado por recuperar métodos artesanales y antiguas tradiciones, como el uso de ánforas de barro para “criar” los vinos, que descansan en una bodega centenaria y subterránea en el corazón de Sanzoles. En sus calles encontramos otra de sus señas de identidad: el Zangarrón, un personaje que cuenta con museo propio y es protagonista de una fiesta de Interés Turístico Regional. Ataviado con extravagantes ropajes —máscara negra, nariz roja, cintas de colores, cencerros…— cada 26 de diciembre sale a la calle acompañado por los vecinos, al ritmo danzas y una gran algarabía. 

Por aguas del Duero

Rumbo a poniente, ya en pleno territorio rayano, reaparece de nuevo el Duero, que está a punto de cambiar de nombre. El río se entretiene en meandros y revueltas antes de convertirse en uno de los tramos de “Raya húmeda” entre los dos países. Mientras fluye indeciso, como si le apenara abandonar lo que va dejando atrás, el río se abre paso entre los espectaculares cañones que rodean Miranda do Douro.

Esta localidad portuguesa es célebre por sus increíbles paredes de granito que, a modo de murallas, parecen encajonar al río; pero también hay maravillas levantadas por el ser humano, como su hermosa concatedral, del siglo XVI. Construida con el Duero a sus pies, desde allí se contemplan los bellos paisajes del Parque Natural do Douro Internacional. Para descubrirlos se puede navegar a bordo de un crucero que zarpa desde la localidad, o bien acercarse hasta el mirador de São João das Arribas, al norte de la ciudad, donde en tiempos prehistóricos se levantó un castro de ruinas aún visibles. 

Ruinas del monasterio de la Granja de Moreruela.

Ruinas del monasterio de la Granja de Moreruela.

/ Javier García Blanco

El Duero sigue su camino inexorable, pero el viajero le dice adiós y pone rumbo al este, hacia Vimioso, en el interior de Trás-os-Montes. Este municipio, a solo 20 kilómetros de Alcañices, guarda en sus entrañas un acogedor entorno natural, el Parque Ibérico de Naturaleza y Aventura, refugio de multitud de especies y auténtico santuario para uno de los animales más característicos de la región: el burro mirandés. Este entrañable animal, de orejas largas y peludas, está en peligro de extinción, pero uno de los espacios del parque sirve de hogar para una docena de ejemplares, que los visitantes pueden conocer de cerca e incluso apadrinar.

No lejos de allí, en Algoso, se levanta otro testimonio de la a menudo agitada historia hispano-portuguesa. En una masa pétrea que se eleva hasta los 690 metros de altitud, junto al río Angueira, surge la silueta del castelo de Algoso, una fortaleza del siglo XII que fue clave en las distintas guerras de frontera que se desarrollaron aquí hasta bien entrado el siglo XVIII. Desde lo alto de la torre, anclada al roquerío, se divisan las tierras vecinas del otro lado de la Raia, que siglos atrás se vigilaban con suspicacia.

La magia del carnaval

Si en Vimioso presumen de su Parque Ibérico, en el cercano concelho de Macedo de Cavaleiros cuentan con su propio paraíso natural, la Albufeira de Azibo, declarada en 2012 como una de las siete maravillas de Portugal. Área protegida y de gran valor ecológico, con una notable avifauna, esta masa de agua puede recorrerse a bordo de un barquito propulsado por energía solar, y cuenta además con varias playas fluviales, como la de Fraga da Pegada, premiada con el mayor número de banderas azules de toda Europa. 

Murales dedicados a los caretos y la fiesta del Entrudo de Podence.

Murales dedicados a los caretos y la fiesta del Entrudo de Podence.

/ Javier García Blanco

Sin embargo, el mayor tesoro del municipio se encuentra en la pequeña aldea de Podence, apenas un puñado de casas a orillas de la albufeira y de la autovía transmontana. En sus calles se ha mantenido viva durante siglos una antiquísima tradición conocida como Entrudo Chocalheiro, una fiesta de carnaval cuyos protagonistas, los caretos, recuerdan inevitablemente al Zangarrón de Sanzoles. Aquí los caretos —al igual que su primo zamorano— ocultan el rostro con una máscara, visten ropas de vivos colores, y van armados con un bastón. Siguiendo una costumbre de raíces paganas, los caretos recorren las calles de Podence haciendo sonar los chocalhos (cencerros) cuando encuentran alguna joven soltera, pues la tradición está vinculada con antiguos ritos de fertilidad.

Desde diciembre de 2019 la fiesta es Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, lo que ha dado una nueva vida a Podence y a sus vecinos. Lo sabe bien la joven Sofia Pombares, responsable de la tienda-taller Quinta do Pomar, quien en los últimos años ha dedicado su vida a los caretos. Ella y su marido Filipe descubrieron que nadie en la aldea sabía hacer ya un traje completo de careto. “Algunas personas saben hacer flecos, otras cortar la tela… pero nadie sabía hacerlo todo”, nos explica. Hoy ella es una de las pocas personas capaces de hacer el disfraz de principio a fin, y el visitante puede aprender con ella a elaborar una de las vistosas máscaras, que se decoran con vivos colores. “Al hacer los disfraces, siento una gran responsabilidad —cuenta—, porque de alguna manera soy pare de la tradición y ayudo a que no se pierda.”

Músicos vestidos con trajes típicos de la localidad de Miranda do Douro.

Músicos vestidos con trajes típicos de la localidad de Miranda do Douro.

/ Javier García Blanco

Una aldea transnacional

Al norte, de nuevo en dirección a los límites de la Raia, el viajero se encuentra con Bragança. La villa, que nació en el siglo XI, está surcada por calles empedradas y un buen número de edificios que revelan su origen medieval. El más singular es la llamada Domus municipalis, un edificio románico único en la Península, cuyo uso original es incierto, aunque fue empleado como casa consistorial y cisterna. También hay que detenerse en el castillo, uno de los mejor conservados de Portugal, ubicado en la ciudadela amurallada.

Estatua homenaje a campesinos mirandeses con los trajes regionales típicos en la plaza del Ayuntamiento de Miranda do Douro.

Estatua homenaje a campesinos mirandeses con los trajes regionales típicos en la plaza del Ayuntamiento de Miranda do Douro.

/ Javier García Blanco

Hoy alberga un interesante museo militar —el recinto fue testigo de no pocas refriegas—, y es Monumento Nacional. Curiosamente, cerca del castillo, junto a las dependencias del Museo Ibérico de la Máscara y el Traje —en cuyo interior se pueden ver ejemplos de caretos, pero también del Zangarrón y otros enmascarados zamoranos—, el visitante se encuentra con una “puerca” o berroe, similar a la vista en Toro, un ejemplo más de esa cultura compartida —en este caso milenaria— que existe a ambos lados de la Raya.

A lo largo de esos más de mil kilómetros de frontera que no existe se levantan infinidad de pueblos y caseríos, pero muy pocos pueden decir que están atravesados de parte a parte por la mismísima Raya. El más hermoso es Rio de Onor (o Riohonor de Castilla, en su parte española), una pequeña aldea de casas tradicionales y tejados de pizarra que ha vivido toda su existencia bajo la peculiaridad de saberse un espacio insólito.

Casas en Rio de Onor.

Casas en Rio de Onor.

/ Javier García Blanco

Aquí, en pleno Parque Natural de Montesinho y la Reserva de la Biosfera Meseta Ibérica, hablan del “otro lado”, o del povo de cima y povo de abaixo (pueblo de arriba y de abajo) para referirse a sus vecinos transfronterizos, que están a solo unos pasos. Nada más los diferencia. Hay una señal que indica el límite de cada territorio, pero el paisaje y las gentes viven a diario, desde hace siglos, ignorando las convenciones administrativas: las charlas, por ejemplo, cambian sin traumas de portugués a castellano o a rionorês, una variante del leonés.

Último reducto del comunitarismo medieval, hasta hace poco sus vecinos compartían pastos y ganado, y aún siguen celebrando concejos abiertos. Puede que en los mapas la aldea tenga nombres distintos, pero los vecinos saben que son una misma cosa: ese símbolo del iberismo soñado por Saramago y otros muchos y que aquí, en este pequeño rincón, lleva cientos de años siendo algo más que una hermosa idea. 

Aguas abajo, dejando atrás Miranda do Douro, el Duero se resiste a decir adiós a España y aguas abajo se entretiene en Fermoselle, un pintoresco pueblecito zamorano que escogió una peña granítica para crecer. Allí, como en Toro, también hay bodegas subterráneas, aunque son tantas que la localidad también es conocida como “el pueblo de las mil bodegas”.

Penetrar en las entrañas de la tierra es una forma de desvelar sus secretos, pero también de conocer a sus gentes, que volcaron todo su esfuerzo en obtener vino en oscuras oquedades robadas al granito. Pero no todo es escudriñar el interior de la tierra. Aquí, en la capital de los Arribes, hay que mirar una vez más al río. Miradores no faltan, y tampoco maravillas que contemplar. El paisaje, salpicado de pingorotas y berruecos que cautivaron a Unamuno, es hoy Parque Natural y Reserva de la Biosfera.

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