Puglia, el tacón marinero de la bota italiana

800 kilómetros de costa y una campiña que es puro lirismo, burgos marineros donde la historia chorrea por cada desconchón... La Puglia, en el tacco o tacón de la bota, viene años pisando fuerte.  

Qué ver y qué hacer en Puglia, el tacón marinero de la bota italiana.
Qué ver y qué hacer en Puglia, el tacón marinero de la bota italiana. / Istock / Michal Ludwiczak

Ante pesos pesados de la talla de Venecia, Roma o casi cualquier pueblo y ciudad de la Toscana, despuntar en Italia como destino de primera no es tarea fácil. La bota, de arriba abajo, anda sin embargo sobrada de escenarios que, en países menos excesivos, necesitarían de poca presentación. Uno de los más suculentos ocupa justo su tacón: el cada vez mayor secreto a voces de Apulia, en español, o, en italiano, Puglia, a pronunciar “pulla”, alargando un tanto la u.

Sus casi 20.000 km2 —algo así como la Comunidad Valenciana— se abarrotan de monumentalidad, de arenales, farallones y espacios naturales para echarse al monte, de estilosos agroturismos donde instalarse como en casa entre olivos centenarios… Alicientes no le faltan a esta tajada de puro Mediterráneo, pero Italia es mucha Italia.

Localidad de Polignano a Mare.

Localidad de Polignano a Mare.

/ Getty Images / ©d!g!tALE by Alessandro Ciabini

Volcadas al Adriático y al Jónico, sus playas se atestan en verano de milaneses y romanos. El resto del año, sus geografías también atraen a bastante disfrutón de fuera de sus fronteras, aunque sin tanto crucerista ni tanto autobús a la carrera como en los destinos italianos más sonados. Los que no han debido pasearse demasiado por estos pagos son los señores de la Unesco. Algo tacaños, apenas han tenido a bien declarar tres de sus highlights Patrimonio de la Humanidad.

En 1996 parecieron coger carrerilla al incluir de una tacada el Castel del Monte y los trulli de Alberobello; el primero, una misteriosa fortaleza medieval donde los saberes de la antigüedad clásica, el norte de Europa y el mundo islámico se tradujeron en la precisión matemática y astronómica de este castillo de planta octogonal único en su especie, mientras los trulli vendrían a sumar unas 1.500 chozas de singularísimos tejados cónicos perfectas para alojar a una familia de gnomos.

Qué ver y qué hacer en Puglia, el tacón marinero de la bota italiana.

Qué ver y qué hacer en Puglia, el tacón marinero de la bota italiana.

/ Luis Davilla

Aunque más concentradas por la hoy muy turística villita de Alberobello, se salpican por todo el valle de Itria y, al menos así cuentan las malas lenguas, vieron la luz gracias a la picaresca de los campesinos. Se ve que, cuando debía pagársele impuestos por cada nuevo asentamiento a los señores feudales, los aldeanos idearon estas humildes construcciones de piedra sin argamasa que, de asomar por sorpresa un recaudador, podían desmontar en un santiamén y ahorrarse el tributo.

Los famosos trulli de Alberobello.

Los famosos trulli de Alberobello.

/ Luis Davilla

Para el siguiente galardón de la Unesco habría de esperarse a 2011. Se lo concedieron al santuario de San Michele Arcangelo del Monte Sant’Angelo, a tiro de piedra de los senderos y los fondos marinos del Parque Nacional del Gargano. Fue, eso sí, un premio compartido con un puñado de monumentos dispersos por Italia que, como este foco de peregrinación de la Alta Edad Media, oficiaron como centros de poder del pueblo germánico de los longobardos. Hay quien, por tradición o echando mano de una picaresca imperecedera, añade a la lista pullesa de la Unesco las casas e iglesias excavadas en las rocas de Matera.

Y, sí, sería un pecado perderse esta ciudad insólita en cualquier visita a la Puglia, aunque, por mucho que esté pegada, las actuales divisiones administrativas de Italia quisieron que Matera quedara en la región vecina de Basilicata. Son pues tres sus monumentos bendecidos como Patrimonio de la Humanidad, y le hacen poca justicia al destino. No porque no merezcan el galardón, sino porque bastaría probar las hogazas de pan que hornean en Altamura o las cremosísimas burratas recién envueltas en sus saquitos por las lecherías de Andria para intuir que los señores de la Unesco se dejaron aquí mucho, muchísimo, por inventariar.

Mientras sus 800 kilómetros de litoral descuellan en playas y acantilados, la Puglia interior se alfombra de vides, almendros y olivos incluso milenarios rodeando haciendas o masserie a menudo recicladas en hoteles de lujo. Por cada esquina afloran soberbias huellas de las grandes civilizaciones del Mediterráneo.

Ciudad costera de Monopoli.

Ciudad costera de Monopoli.

/ Luis Davilla

Desde dólmenes e iglesias rupestres hasta torres vigía desde cuyas alturas se escudriñaba el mar para dar la voz de alarma en caso de ver ondear la bandera pirata de un barco sarraceno. Desde tanto burgo amurallado y tanto castillo como defendieron bizantinos, normandos, suabos, angevinos o aragoneses, hasta el primer rastro griego, seguido del romano, presente tanto en las colecciones del Museo Arqueológico de la decadente Tarento como en algún dialecto local, sorprendentemente más parecido a lo que se hablaba en la Magna Grecia que a lo que se habla hoy en Florencia. 

Pero, más aún que esta afortunada conjunción de naturaleza e historia, lo que vuelve irresistible a la Puglia es ese saber disfrutar sureño, tan a la italiana, de lo cotidiano. De la cucina povera (cocina pobre), donde los tomates saben a tomate y en la mesa nunca falta un buen vino Primitivo y un mejor aceite de oliva. De los atracones de pescado recién capturado entre el griterío de un mercado junto al puerto o los fornelli pronti donde los carniceros despachan en plena calle las bombette de ternera, tocineta y queso caciocavallo cocinadas al momento en sus hornillos de leña.

Preparando burrata en Caseificio Lombardi.

Preparando burrata en Caseificio Lombardi.

/ Luis Davilla

Enamoran los abuelos de gorra y bastón que echan el día en la plaza supervisando las obras de viejas glorias desportilladas que van restaurándose para gustarle más a los visitantes, y, sin falta, el deporte nacional de la passeggiata; es decir, el paseo de la tarde que los vecinos de pueblos y ciudades jamás perdonan, a ser posible con una granita o sorbete entre manos. Auténtica, a pesar de recibir cada vez más turismo, la Puglia lo tiene fácil para encandilar. Atesora decenas de imprescindibles que ni una semana bien aprovechada daría para ver en condiciones ni la mitad, pero es que hasta los pueblos mencionados de refilón en las guías tienen su gracia, y muchos de los que ni siquiera figuran, también.

Aires napolitanos de Bari

Bari, la capital, suele ser el punto de partida, con vuelos directos desde un puñado de aeropuertos españoles. Conviene llegar advertido de que la primera impresión, como en casi cada localidad mínimamente grande de la Puglia —¡y de medio planeta!— decepciona. Con suerte uno será capaz de abstraerse del cinturón de bloques anodinos de sus barriadas modernas hasta desembocar en, aquí sí, un caso antiguo sin desperdicio.

Amurallado, salpicado de piazzas llenas de encanto y abierto a un puerto que desde muy antaño favoreció el comercio con Oriente, el laberinto de aires napolitanos de Bari Vecchia (vieja) no ha perdido su regusto a pueblo marinero. Incluso, todavía hoy, las mammas amasan a la vista por su vía dell’Arco Basso las típicas orecchiette de pasta fresca con forma de orejita, para festín de los fotógrafos y de quienes se llevan de esta callejuela uno de los muchos souvenirs gastronómicos a traerse para casa de la Puglia. 

Formaciones rocosas de Torre Sant’ Andrea, al sur de la península de Solento.

Formaciones rocosas de Torre Sant’ Andrea, al sur de la península de Solento.

/ Getty Images / ©Istvan Kadar Photography

A literalmente dos pasos se alzan las sólidas hechuras del castillo normando-suabo, del que parten recorridos por los sótanos y las criptas de la más desconocida Bari subterránea, y, entre un entramado medieval de piedra y ropa tendida en los balcones, la catedral de San Sabino o la todavía más bonita basílica románica de San Nicola, protector de los pescadores y los niños, de los solteros y los ladrones arrepentidos, amén de patrón de esta ciudad con genuina devoción por este santo milagrero y amigo de hacer regalos que diera origen a Santa Claus. Antes de salir a explorar los alrededores tampoco habría que perderse las caminatas por su espectacular paseo marítimo o lungomare, o los palacios y teatros del decimonónico barrio de Murat: el Piccinni, el Fizzarotti, el Petruzzelli... 

En un coche de alquiler o en transporte público como excursión de un día si se toma la capital como base, a menos de una hora de ruta aguardan el ya mencionado Castel del Monte y los trulli de Alberobello, con sin falta un alto en las vecinas y algo menos trilladas localidades de Locorotondo, Cisternino y la más señorial joya barroca de Martina Franca. Sin apartarse de la carretera costera, también sale al paso una tríada de delicias encabezadas al norte por Trani, con su catedral frente al mar y los adoquinados de su antigua judería; la atalaya encalada de Monopoli al sur y, de regreso a Bari, el caserío, a su vez blanquísimo y aupado sobre grutas marinas, de Polignano a Mare.

Lecce, la Florencia de sur.

Lecce, la Florencia de sur.

/ Luis Davilla

Si la prioridad fueran las playas, cualquiera de estas villas pescadoras sería un acierto, al igual que, ya más próximas a Brindisi y Lecce, las del flanco costero de la moruna Ostuni y la muy griega Otranto, ambas imperdibles aunque no se tuviera intención de meter ni un pie en el Adriático. O, a orillas ya del Jónico, la islita unida a tierra firme de Gallipoli, amurallada por completo alrededor de otro casco viejo monumental.

A monumentos, eso sí, ninguna puede medirse con Lecce, la capital de la últimamente muy de moda península del Salento, cuyas más de 40 iglesias y muchos más palazzos le han valido el sobrenombre de la Florencia del Sur. Sobre sus empedrados se desvanecen los aires de pueblo blanco y marinero para sumergirse en un delirio barroco con estilo propio. Porque, aviso a navegantes, una cosa es el barroco, y otra distinta el barroco leccese. Aves exóticas, duendecillos y hasta hortalizas quedaron tallados en la dúctil arenisca local por fachadas tan desconcertantes como la basílica de Santa Croce, sentenciada por un célebre marqués como la pesadilla de un lunático. A pesar de que el barroco no sea del gusto de todos, Lecce, con semejante panzada de arquitectura y un ambiente universitario que la anima de terrazas y trattorias nada prohibitivas, no puede no gustar.

Iglesia de Santa Maria della Provvidenza en Lecce.

Iglesia de Santa Maria della Provvidenza en Lecce.

/ Luis Davilla

Si su docena de kilómetros de distancia del Adriático la libró antaño de muchos ataques por mar, hoy la protege de las hordas de veraneantes. Siguen siendo mayoría italiana, aunque, pasados los años oscuros en los que la agrícola y remota Puglia era sinónimo de miseria y maleantes, también muchos extranjeros abarrotan de junio a agosto sus playas desde el extremo septentrional del Gargano hasta el meridional Salento, donde acabaron comprando casa Helen Mirren o Meryl Streep y un viaje relámpago el año pasado de Angelina Jolie hizo correr el rumor de que sería la siguiente.

Sí, desde hace no tanto la Puglia se pone a reventar en verano, aunque es también cuando se concentran fiestas patronales que sacan al santo en procesión y festivales como, por distintas villas del Salento en agosto, La Notte della Taranta. O cuando hay más posibilidad de participar en una sagra, las populares comilonas donde se cocina la especialidad del pueblo y se disfruta con sus parlanchines vecinos. 

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