Un viaje africano, por Javier Reverte
Hacía casi ocho años que no viajaba sin prisas por África y, entretanto, me preguntaba qué transformaciones se habrían producido en el continente de las hambrunas, las guerras, los desastres, la esperanza, la solidaridad y el turismo masivo. África es el continente que más amo, quizás porque muestra en toda su desnudez esa línea que separa la vida de la muerte, lo hermoso de lo terrible, lo luminoso de lo sombrío. Es, en definitiva, un territorio en el que uno aprende sustancialmente lo que es la fragilidad humana y lo que es la capacidad de los hombres y de las mujeres para buscar su dignidad en medio de la desdicha. África es un terrritorio que enamora, al tiempo que enseña sin tapujos lo que se esconde detrás de todas nuestras almas.
Viajé, pues, hace unos meses, a Kenia, justo en los días en que se producía la revuelta del Oeste keniano contra el fraude electoral orquestado por el presidente Mwai Kibaki, una revuelta que produjo varios centenares de muertos y pérdidas materiales bastante considerables. Viajar en tiempos de rebelión es algo arriesgado, desde luego, pero también cuenta con una ventaja: el turismo desaparece como el humo. Y me encontré, junto con los amigos que me acompañaban, convertido en una especie de islote de blancos en medio de una marea negra. Así que pude ver un África de nuevo desnuda, como en mis primeros viajes, sin el engorro de los centenares de turistas persiguiendo leones y elefantes en coches todoterreno por los parques del país, ataviados como si fueran Robert Redford y Meryl Streep en Memorias de África.
Me dirigí desde Nairobi al norte, a los territorios de los pueblos samburu y turkana, en la región que se abre más allá de Mararal -la ciudad en donde Wilfred Thessiger vivió durante casi cuarenta años-, junto a las cadenas montañosas de los Ndoto y los Matthews, una buena parte del camino siguiendo el curso del río Mirguis, seco en esta época del año. Todo ello hasta alcanzar el Mar de Jade, como se conoce en las guías turísticas el imponente lago Turkana, el tercero más grande de África y uno de los lugares más desolados de la Tierra. Allí, la tierra es pura ceniza y piedra volcánica, en la que crecen escuálidas acacias que parecen cadáveres.
¿Y cómo encontré África? Muy poco ha cambiado: el Sida continúa haciendo estragos, las carreteras son a duras penas transitables y la miseria abraza las vidas de la gran mayoría de las gentes. África se ha convertido en un privilegiado destino turístico durante las últimas décadas y en un objetivo fundamental de la ayuda solidaria. Pero el turismo y la ayuda no bastan para combatir la inmensidad de la miseria y los ingresos que generan no se reparten entre la gran población sino que quedan en los bolsillos de unos pocos.
África continúa tan bella como siempre, pero he sentido que no ha avanzado ni un solo metro en progreso, esperanza de vida, sanidad y democracia. Parece todavía el continente destinado a padecer todas las desgracias, a vivir bajo la pesadumbre de todas las plagas, tanto las que son desatadas por la Naturaleza como las provocadas por la política de los hombres.
Siempre he pensado que la salvación para el continente debía de sostenerse sobre dos fundamentos: la libertad y la educación. Sin libertad, la verdadera educación no es posible. Y sin educación, sin un impulso creativo de salvación nacido desde dentro, África está condenada a vivir de la limosna y de la ayuda de los organismos internacionales.
Hoy ya no están los Mobutu, Bocassa, Idi Amin o Macías, y hay menos grandilocuencia grotesca entre sus líderes políticos. Pero la corrupción sigue imperando en casi todas las geografías africanas. Y para los miserables queda el reparto de las sobras. África sigue agonizando mientras muchos contemplan el espectáculo cruzados de brazos.
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