Las traviesas ferroviarias, por Carlos Carnicero
Siempre quise dar la vuelta al mundo en tren, armado de una novela interminable y con el alma abierta a toda sensación.
Pocos conocen la verdadera utilidad que tienen las traviesas de las vías de ferrocarril: son sobre todo unas pestañas inductoras de sueños, cuando el traqueteo de los vagones, a la velocidad suficiente, produce una cadencia armónica que simboliza la esencia de los viajes. Siendo yo estudiante, el tren pasaba tan lento en su tránsito de Zaragoza a Madrid que había estaciones en las que si uno se apuraba, cuando el convoy enfilaba la estación sin detenerse, podía consumir algo en la cantina y atrapar el vagón de cola en el otro extremo del andén para reincorporarse al viaje. Era sobre todo un desafío.
Los viejos coches-cama permitían hacer grandes amistades para toda la vida. Hubo un tiempo que utilicé mucho el Puerta del Sol, que arrancaba de Madrid a primera hora de la noche para despertarte en San Sebastián, después de un sinuoso recorrido por la mitad norte de nuestro país que no tenía otro sentido que amortiguar la longitud de la noche. En el coche restaurante se podía conocer a quien tenía la fortuna de viajar hasta la capital francesa, porque el convoy, al otro lado de la frontera de Hendaya, acomodaba el ancho de las vías disímiles para entroncarse con Europa. Dejó tanto impacto la invasión napoleónica que la diferenciación de los ferrocarriles era la verdadera garantía de que jamás llegaría el concepto republicano de libertades a esta España atormentada.
Ahora lo más normal es la alta velocidad porque, en esta carrera por parecer ricos, andar despacio es un sinónimo de pobreza, y cada pueblo quiere AVE aunque sólo sea para hablar por el teléfono móvil a gritos en los vagones. El tono de la conversación sube de volumen en función de la diferencia de clase: en turista se susurran noticias de amor, citas impacientes y celos desbordados. En la clase preferente, los ejecutivos agresivos dan algunas que otras instrucciones despectivas a sus pacientes secretarias y ordenan unas encomiendas imposibles sin otra utilidad que el conocimiento general del resto de los viajeros. Si el tren tiene vagones de la clase Club, lo que se oía hasta hace poco tiempo eran multitud de órdenes bursátiles y consejos patrimoniales; ahora muchos sólo piensan en el suicidio; viajan silenciosos.
Por todas esas razones y muchas más son tan importantes los traqueteos de las vías ferroviarias. En los viejos tiempos y todavía en algunos trazados son violentos. El travesaño en contacto con la rueda cuando enlaza dos vigas sucesivas promueve los desplazamientos laterales de los omóplatos en unas sacudidas intermitentes.
Es un mensaje cifrado que confirma que estamos en el tránsito entre distintas estaciones que son vicarias de las etapas de la vida; prolongar el viaje, husmeando el paisaje, buscando el añejo olor de las calderas de carbón hoy ya extinguidas, representa en realidad el estímulo que sólo se puede disfrutar en el sosiego de alejamientos mesurados.
Siempre tuve la eterna ilusión de comprar un billete para poder dar la vuelta al mundo en ferrocarril, armado exclusivamente de una novela interminable, con la mochila terciada de mudas que no necesitasen recambio y el alma abierta para percibir tantas sensaciones y sabores como animales tenía el Arca de Noé. La vida se me va disparando y todavía no he tenido el coraje de comenzar ese maravilloso viaje.
Escribo ahora este artículo para la revista VIAJAR en un tren que se llama Alvia y que me conduce directamente hasta la ciudad de Alicante para recoger a mi padre y, a continuación, seguir tránsito hasta Londres para asistir a la graduación de mi hijo Carlos: uno de los acontecimientos más importantes de mi vida. Tengo la sensación de que voy mucho más lejos; tal vez sea que el suave traqueteo de las traviesas de cada empate de las vías me produce la inevitable evocación de que no sólo estoy viajando sino de que, además, sigo vivo.
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