Sicilia
Sicilia cautiva por su indefinición, por una falta de entidad propia que, a la postre, se convierte en su seña de identidad más notable.
Desde hace varios años quería viajar a Sicilia, la gran isla del Mediterráneo. Por muchas razones: su historia, su arte, sus paisajes y su vino. Pero no acababa de decidirme a ir, quizás porque me abrumaba la idea de encontrarme de pronto con un peso secular de muchas culturas cayéndome sobre los hombros. “El país de las mil invasiones”, lo llamó un escritor, y aunque no llegasen al millar, no estaban tan lejos como muchos otros territorios del mundo. La isla ha sido griega, romana, fenicia, cartaginesa, árabe, normanda, francesa, aragonesa, española y, si me apuran, incluso alemana, cuando la ocuparon los nazis, y anglo-americana, cuando la liberaron los aliados en 1943. Y como saben, hoy es italiana. De modo que es una patria de patrias, pues nunca alcanzó a proclamarse territorio independiente.
Ahora, por fin, me he acercado hasta allí, no hace mucho tiempo, y he disfrutado del lugar como en pocos sitios adonde me han llevado mis viajes. Sicilia te cautiva por su indefinición, por una falta de entidad propia que, a la postre, se convierte en su seña de identidad más notable. Es parte de Italia, pero a veces tienes la impresión de que allí no estás en Italia. Es hondamente católica, pero en ocasiones te parece que escucharas, entre sueños, la llamada a la oración de los almuédanos. Es gótica, clásica y barroca, romana y judía, musulmana y cristiana. Y su gastronomía está llena de orígenes tan variados como los apellidos de sus gentes. Un vaso Nero d’Avola constituye una de las delicias vinícolas más gustosas para el paladar de todo el Mediterráneo.
Hay quien ha dicho que la isla es un lugar triste. Y puede serlo si uno lee la historia de sus desdichas. Comenzando por sus guerras, sus hambrunas, su pobreza milenaria y la sangrienta crónica de la Mafia. En muchos aspectos, la tierra siciliana es una de las regiones más miserables de Italia. Cuando uno recorre sus campos por las vetustas y culebreantes carreteras, el paisaje se le hace desolador, sobre todo en el verano, mientras caen del cielo olas de calor que te hacen pensar que estás en el infierno.
Sicilia cautiva por su indefinición, por una falta de entidad propia que, a la postre, se convierte en su seña de identidad más notable
Pero esa tristeza de la historia siciliana y su tradicional pobreza se tornan alegría festiva en las calles de Palermo, una ciudad ruidosa y activa, de una vitalidad juvenil superpuesta a una placentera antigüedad de siglos. La isla tiene un dialecto propio, o mejor diríamos lengua, pues en muy poco se parece al idioma italiano. El siciliano es cantarín y diáfano, y los gestos de la gente, cuando lo habla, difieren de la exagerada gesticulación del romano o del napolitano.
La isla no se parece a las regiones cercanas de Nápoles o Reggia Calabria. Y mucho menos a Florencia, Venecia o Trieste. Es sur, puro sur, mero sur, hondo sur..., tocado con un punto de sangre centroeuropea que le viene de sus ancestros normandos. Y el mar, su mar, es del más profundo azul que puede encontrarse en el Mediterráneo, un “mar del color azul de vino”, como lo definió un escritor nacido en la propia Sicilia, Leonardo Sciascia.
Ha sido una tierra pródiga en escritores y ha dado dos premios Nobel, Luigi Pirandello y Salvatore Quasimodo. Pero lo merecieron otros más, entre ellos el fastuoso Giusseppe Tomassi di Lampedusa, autor de El Gatopardo, novela que, quien no la lea, no podrá nunca entender lo que es la isla.
Tantos años sin ir al lugar, deseando visitarlo, y ahora, al regreso, queda una nostalgia extraña de una tierra que te ha enamorado por razones que no comprendes muy bien. Pero ya se sabe que el amor es poco conveniente explicarlo.
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