Un violoncelo bajo el tejado de zinc, una columna de Xavier Aldekoa

"Si viajar a Sudáfrica es pasear por un libro de historia, escuchar a Tsepo era asomarse a décadas de racismo sostenido."

Ilustración para columna de Xavier Aldekoa.
Ilustración para columna de Xavier Aldekoa. / Raquel Marín

En las chabolas de Moletsane no había sonado jamás Mozart, pero era habitual oír otro tipo de partituras: tiroteos al anochecer. Gritos y peleas entre borrachos también se oían; y alguna sirena de policía, aunque menos, porque hace años la pasma no se aventuraba por aquella barriada pobre de Soweto, en el suroeste de Johannesburgo. Bajo aquellos tejados de chapa y zinc, genios como Chopin, Schubert o Beethoven simplemente no existían. 

Hasta que ocurrió un milagro.

Allí nació mi amigo Tsepo Kolitseo, que aprendió rápido que ser negro en la Sudáfrica del apartheid significaba vivir cuesta arriba toda la vida: a su padre lo metieron en la cárcel cuando él era un niño y su madre, Mayd, que se mataba a trabajar, le envió a vivir con sus bisabuelos porque no tenía tiempo para cuidarle de cerca. De lejos, sí: Tsepo no sabe de dónde su madre sacó el dinero, pero un día se vio inscrito en Barnabas College, una escuela privada del oeste de la ciudad. “Los otros niños tenían uniformes, padres, coches... ¡no tenían problemas! Mi madre ni siquiera podía venir a buscarme en transporte público”.

Aquel día vio por primera vez a niños tocando instrumentos a la vez. Se quedó atrapado. Aquella compenetración le recordó a los movimientos de las películas de Bruce Lee que veía en la tele. “Fue como estar dentro de una pintura.

Si viajar a Sudáfrica es pasear por un libro de historia, escuchar a Tsepo era asomarse a décadas de racismo sostenido. El régimen del apartheid sudafricano, que sometió a la mayoría negra bajo el yugo de la minoría blanca, era también ese silencio absoluto de Wagner o Chopin en los barrios de hojalata.

Tsepo se coló en una rendija del apartheid porque en aquella escuela mixta, de alumnos blancos y negros, escuchó una tarde por casualidad un sonido que llegaba del aula de música. Aquel día vio por primera vez a niños tocando instrumentos a la vez. Se quedó atrapado. Aquella compenetración le recordó a los movimientos de las películas de Bruce Lee que veía en la tele. “Fue como estar dentro de una pintura.” 

Aquel mismo día, Tsepo convenció al anciano profesor Sumner para que le dejara aprender gratis y escogió el instrumento más grande: el violoncelo. Para ir a clase, debía andar una hora, saltar dos vallas y atravesar de noche un cementerio y unas vías del tren para volver a casa. Una vez, unos ladrones le robaron a punta de pistola y pasó varias semanas sin ir a clase, por miedo. Pero la música le había cautivado tanto que acabó regresando a las clases.

A Tsepo lo conocí después de que ganara varias becas para tocar en orquestas sudafricanas y capear con la tormenta. En aquellos días, saltó la polémica porque él, por las leyes de discriminación positiva hacia la población negra, tenía más puntos que sus rivales, unas chicas blancas que también tocaban como los ángeles. Cuando le pregunté cómo sentía aquellas críticas, él se atusaba las rastas y daba un largo sorbo al café. “A los otros niños —contaba Tsepo— les iban a buscar al colegio, tenían su propio instrumento y practicaban con un profesor particular; yo fui el primero de mi familia en saber quién era Mozart y pasaba los fines de semana ensayando con un palo de escoba.”

Desde hace unos años, Tsepo es violoncelista profesional en Berlín, donde ha tenido dos hijas, y vive lejos de aquel ruido. 

Antes de dormirlas, a menudo les pone de fondo sinfonías de Beethoven, Mozart o Brahms. 

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