Orientarse, por Javier Reverte
China se está construyendo de nuevo, como si nunca antes hubiera existido o careciese de historia.
Decía Blas de Otero, en un verso militante de los años 50 del siglo pasado, que había que ir a China "para orientarse un poco". Poco después, en la década de los 60, dos de mis hermanos militaron en el antifranquismo integrados en los que entonces se llamaban partidos "prochinos", de los que había un par de ellos o tres en la clandestinidad. Yo no entendía muy bien cómo se podía ser español y prochino, pero en la década de los 80 tuve la ocasión de viajar por dos veces al país cuando trabajaba como periodista. Y no solo no me orienté nada sino que juré no volver a pisar China. Por cierto que, para entonces, mis dos hermanos habían dejado ya de ser prochinos y tonteaban con el PSOE, después de dar ese paso político que entonces se llamaba "un salto cualitativo".
Los juramentos, sin embargo, están para romperlos, en especial los que uno se hace a sí mismo. Y en este momento estoy recién llegado de un largo viaje por China. ¿Resultado? He vuelto a jurar no volver nunca.
He visto un país que parece estar construyéndose de nuevo, como si nunca antes hubiera existido o careciese de historia. Por donde quiera que uno vaya, encuentra enormes cimientos de autopistas, imponentes tendidos de trenes de alta velocidad, barrios capaces de albergar a cientos de miles de personas naciendo en los alrededores de las ciudades, fábricas, canteras, cementeras, minas de carbón con las tripas al aire, estaciones térmicas, refinerías... Solo en los últimos años, en el país se han abierto trescientos aeropuertos y un número parecido de estaciones para trenes de alta velocidad. Entre Shanghái y Beijing hay al menos una docena de viajes diarios de trenes de estas características. Y todos, aviones y ferrocarriles, van siempre llenos. La contaminación y el tumulto reinan sobre esta inmensa nación que crece sin cesar y que en menos de diez años contará con las infraestructuras más imponentes y modernas del mundo. Cuando alguien te dice, en China, que un núcleo urbano es una "ciudad pequeña", puedes calcular, sin riesgo a equivocarte, con que al menos alberga unos cinco o seis millones de pobladores.
Paul Theroux, el escritor estadounidense de literatura viajera, publicó en los años 80 del pasado siglo su recorrido en trenes a lo largo del país oriental en un libro que tituló El gallo de hierro. Nadie reconocería hoy en sus páginas, ni siquiera el propio autor, la China de los viejos galpones atestados por multitudes de gentes pobres. Los mármoles, los altos techos, las tiendas de lujo de las nuevas estaciones acogen a los jóvenes hambrientos de deseo de consumir. Todo el mundo en China aspira a ser rico. O al menos a parecerlo ante los otros.
El gran río Yangtsé, que he navegado a tramos desde casi su cabecera hasta su desembocadura en el Mar de China, en las afueras de Shanghái, constituye un curso fluvial enfermo. La mayoría de su cauce se ha convertido en una cloaca, en especial en la presa de las Tres Gargantas. Varias especies animales de sus aguas se han extinguido, como el delfín blanco, cuyo último ejemplar fue avistado hace ya cuatro años. El Yangtsé, el cuarto río más largo de la Tierra (tras el Amazonas, el Nilo y el Misuri-Misisipi), va muriendo con lentitud.
El crecimiento desbocado del gigante asiático contrasta con la ausencia total de libertades y el desprecio absoluto al medio ambiente. Su insólito sistema comunista-capitalista está creando unas enormes fortunas, pero también una extensa clase media que cada día está menos dispuesta a vivir amordazada y a soportar los elevados índices de corrupción de los poderosos. China amenaza con comérsenos a todos. Pero quién sabe si, antes de eso, no le estallarán las calderas.
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