Nómadas, por Javier Reverte
Leí hace poco que un grupo de científicos, de no recuerdo qué universidad europea, había concluido que el proceso de aprendizaje del hombre, infi nitamente más desarrollado que en otras especies zoológicas, se vio desde el principio favorecido por el hecho de ser un animal nómada. Si eso es cierto, se trata de una buena noticia para quienes tenemos corazón de viajero: aprendemos más que el resto de nuestros colegas y, en consecuencia, terminamos por ser más sabios.
Es cierto que no somos el único ser acostumbrado a moverse, pero da la impresión de que sí que somos el primero que ha convertido una necesidad en virtud. Las especies migratorias cambian de lugar en función del alimento o de la reproducción. Así lo hacen las cigüeñas y las codornices europeas, los ñus y las cebras africanas, los bisontes americanos y los salmones de los mares fríos. Pero entonces hay que preguntarse: ¿y por qué el ser humano ha crecido como especie que aprende a partir del movimiento y no lo han logrado las cigüeñas, las codornices, los ñus, las cebras, los bisontes y los salmones?
Tal vez el hecho se deba a la actitud. Mientras que los animales cumplen sus emigraciones como ciclos naturales, esto es, para dejar su carga de huevos en los ríos y regresar después al mar, o recogerse del frío en espacios más cálidos durante los inviernos para volver en primavera, o buscar los pastos en donde abunda la hierba siguiendo el viaje de las lluvias, los humanos se han movido, muchas veces, para no volver nunca. Sencillamente se han ido con el propósito de buscarse otro hogar y otro espacio vital. Es cierto que hay culturas nómadas, como la tuareg y la bosquimana, por ejemplo, que siguen el rastro de las nubes en busca de alimentos. Pero eso no es lo mismo que cambiar de geografías y de continentes, aunque el motivo de ese cambio sea en el fondo, a menudo, el mismo que el que impulsa a los nómadas a moverse: el hambre. No es otra, por traer a colación un ejemplo triste, la razón que empuja a la gente desesperada del sur a emprender el lamentable viaje de los cayucos hacia Europa.
Sin embargo, en estos tiempos -y lo digo solamente en referencia a los habitantes del Primer Mundo, esto es, a los ricos- no sólo nos impulsa a movernos la necesidad sino que incluso nos ponemos en marcha por mero placer. Desde luego, nadie hace turismo por obligación sino para conocer algo nuevo, lo cual es absolutamente inédito incluso en la historia humana. Y la curiosidad es un elemento imprescindible para el aprendizaje. ¿Fueron curiosos el erectus, el neanderthal, o ese estadio tan sólo se cumplió al parecer en el sapiens? No tengo ni idea de cuáles serán las conclusiones de los científi cos, pero sin el deseo de superar la ignorancia a través del conocimiento, podríamos ser tal vez mucho más felices, no lo que ahora somos.
El viaje, pues, nos hace ser más sabios y el turismo es mucho más que un nuevo tipo de consumo. Incluso en los viajes organizados con todo tipo de detalles y por completo previsibles, algo nuevo se aprende siempre.
De modo que puede concluirse que desplazarse a otro enclave, largarse de casa o de la patria, irse con la música a otra parte e incluso no volver nunca al lugar de origen resulta absolutamente necesario para el continuo progreso de la especie. "El asunto es moverse", decía sabiamente William Shakespeare. Está visto que la ciencia acaba siempre por dar la razón a los poetas.
En fin, que siguiendo el hilo de esa lógica está claro, por ejemplo, que el nacionalismo radical, el exceso del amor a la propia tierra, no es progresivo sino más bien todo lo contrario: puede llegar a embrutecer. Que conste que lo dicen los científicos, no yo.
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