El fin del mundo
Está claro que somos nosotros los que provocamos con nuestra avaricia los desastres amazónicos, árticos o africanos.
Hay un dilema que me viene dando vueltas en la cabeza desde hace tiempo: ¿es que están cambiando realmente las condiciones geofísicas del mundo y, con ellas, el clima?, ¿o es que los físicos y meteorólogos se han vuelto locos y no dan una? Hace tiempo que el impulso de un nuevo sistema de pensamiento, bautizado como filosofía del caos, nos proponía entre otras hipótesis la siguiente: las alas de una mariposa al agitarse en Singapur pueden acabar provocando un terremoto en San Francisco. Esa hipótesis constituye un buen ejemplo de por dónde deambulan los teóricos del caos, pero no tiene desde luego una respuesta fácil y hace muy difícil lograr, a partir de ella, leyes o principios que den un nuevo sustento a la ciencia. En su día, Einstein ya se preguntó si acaso no jugaba Dios a los dados con nosotros y la conclusión de muchos científicos es que tan sólo las matemáticas pueden sacarnos del atolladero. Pero yo me pregunto: ¿y cómo demonios se hace eso?
Por ahora, tan sólo sabemos que la ciencia fracasa con frecuencia cuando trata de entender las leyes que rigen los desastres naturales. Y también que las emisiones de gases provocados por la acción del hombre no son las únicas responsables de los cambios climáticos. ¿Por qué los sismólogos no fueron capaces de prevenir el terremoto de Haití del pasado mes de enero?, ¿por qué nadie se mosqueó cuando, quizás, una mariposa agitó sus alas en Shanghái? Y lo mismo cabría decir del tsunami de Asia o de los huracanes de Nueva Orleans y de Centroamérica, por poner algunos de los más recientes ejemplos de desastres naturales.
Quizás Dios andaba en esos momentos jugando a los dados con el diablo y perdió la partida. En todo caso, no fue ningún aerosol de los que usamos los humanos el elemento que motivó los terremotos, los tsunamis y los huracanes. El loco Ali Agka, ese terrorista que atentó en 1981 contra Juan Pablo II y que pasó por ello 29 años en la cárcel, pronosticó al salir de prisión, el pasado mes de enero, que el mundo desaparecerá en este mismo siglo. Ciertamente Agka puede considerarse un pesimista si se comparan sus predicciones, por ejemplo, con las de Levi-Strauss, quien le echaba a la raza humana un milenio más de existencia. Pero, sean cien años o mil, ¿qué más nos da a los que ahora mismo poblamos la Tierra? Yo, desde luego, no pienso estar para verlo en ninguno de los dos casos. Y por lo que a mí respecta, Dios puede seguir siendo un infatigable ludópata.
Entretanto, viajando por el planeta, muchos nos damos cuenta de que el mundo, si no está a las puertas de su final, sí que se está convirtiendo en otra cosa. Vemos al Amazonas sufrir y rendirse ante el proceso irreversible de deforestación. Vemos a los hielos llorar a retirarse sin remisión de los mares árticos. Y vemos a las tierras africanas palpitar de angustia mientras se secan y se vuelven yermas bajo el azote implacable de las sequías. Al contrario que lo que sucede con los terremotos, los tsunamis o los tifones, en estos casos no hay mariposas que asesinen con sus en apariencia inocentes aleteos o sadismo divino tirando los dados sobre un tapete verde. Está claro que somos nosotros los que venimos provocando con nuestra insaciable avaricia los desastres amazónicos, árticos o africanos. No hacen falta pronósticos catastróficos de un demente asesino como Agka para temernos lo peor. Un mundo sin oxígeno no nos parece ahora que sea un escenario capaz de albergar vida. Al menos, vida humana. Y ni Kioto, en el año 1997, ni Copenhague, el pasado 2009, lograron ponerle freno al desguace previsible del planeta Tierra.
De todas maneras, antes de hablar con rotundidad acerca del fin del mundo, tendremos que seguir dándoles una oportunidad a nuestros científicos y a nuestros políticos. A los primeros, invitándoles encarecidamente a que se dejen de mariposas y racionalicen un poco más el desorden imperante; y a los segundos, exigiéndoles que piensen en quienes les votan antes que hacerlo en quienes les conminan, quién sabe con qué medios, a rendir sus principios.
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