En el mar, por Javier Reverte
El viaje en barco es el más relajado, está hecho a la medida humana. hay espacio, hay ganas de relacionarse, hay tiempo por delante sobre esa llanura que es el mar, a la que unos juzgan monótona y a otros nos calienta el alma.
Thomas Mann llamaba al Atlántico "un mar narrativo". Y no lo decía por la cantidad de novelas que se han escrito sobre el paisaje de este océano tan extraordinariamente cargado de épica sino porque han sido numerosos los escritores que, durante las últimas décadas del siglo XIX y más de la mitad del XX, lo cruzaron en barco. ¡En barco, tal y como suena!, algo que hoy nos parece algo más propio de nuestros abuelos. Stevenson, Twain, Pound, Gide, el propio Mann, entre muchos otros... ¿En qué otro medio de transporte iban a cruzarlo cuando no existía aún la aviación comercial? Lo bueno del caso es que muchos escribieron sobre ello. Y no sólo a propósito de la navegación transatlántica sino también sobre la navegación en aquellos fastuosos barcos de pasajeros hacia otros destinos, como dar la vuelta al mundo, la forma que eligieron Twain y Blasco Ibáñez de conocer el planeta; o de manera menos presuntuosa, para trasladarse a un punto más cercano, como, por ejemplo, Israel, que es lo que hizo Josep Pla en el año 1957, dejándonos un estupendo libro como resultado de su travesía.
El viaje en barco es el más relajado de todos los viajes, casi puede decirse que está hecho a la medida humana. Hay espacio, hay tiempo, hay pereza, hay ganas de relacionarse con los otros, hay horas y días y quizás semanas por delante sobre esa inmensa llanura que es el mar, a la que algunos juzgan monótona y a otros nos calienta el alma en todo momento. En un barco se puede leer, pasear, reflexionar y escribir. E incluso amar sin necesidad de ser contorsionista, como requieren las estrechas cabinas de los aviones. Por eso, al tiempo que el más humano de los viajes, es el más literario. Conozco cuentos de tren, películas de tren e incluso novelas que transcurren en un tren. Conozco algunas historias de coches y autobuses; y unas cuantas, las menos, de aviones, entre las que, por supuesto, merecen un lugar en los altares de la literatura las narraciones de Saint-Exupéry. Pero ninguna literatura supera a la del mar. En verso, en novela, en cuento, en fantasía y en crónica, el mar llamea en el verbo. ¡Ah, Homero! ¡Ah, Poe y Coleridge! ¡Y Melville, y Twain, y Conrad, y tantos y tantos y tantos!
Hubo una era dorada de los transatlánticos que, desdichadamente, concluyó hacia mediados de los años 60 del pasado siglo. Los barcos nos trasladaban entre los continentes cuando la aviación comercial comenzaba (vamos de vulgar metáfora en este punto) a alzar el vuelo. Y fueron esos aviones, tan incómodos e insulsos como rápidos y eficaces, los que teminaron con el transporte marítimo de pasajeros en un tiempo de urgencia.
Pero a la vuelta de página del siglo, súbitamente han vuelto los barcos. Eso sí: no son transatlánticos sino de paseo. Son los cruceros de placer. No nos trasportan sino que nos entretienen. No nos llevan a ninguna parte sino que dan vueltas. En cierto sentido, no son naves sino una especie de resort flotante. Poco o nada tienen que ver con el sentido íntimo del viaje, que es traslado, sobre todo; que es partida y destino.
Curiosamente, sin embargo, desde hace años se está expandiendo un nuevo fenómeno: los viajes en cargueros. Hace apenas una década, sólo unas decenas de barcos de carga admitían viajeros. Ahora son miles cada año. Proponen un lugar de partida y un puerto de destino y no ofrecen otra diversión que la vida a bordo junto a una tripulación formada, en general, por marineros de origen asiático y comandantes europeos. Las comodidades son más bien las justas y se vive junto a la marinería. ¿A quién puede gustarle semejante banalidad?, se preguntarán algunos. Pues a muchos, y cada vez a mayor cantidad de gente. Se cruza el mar, ¡qué demonios! Sin prisas, venga como venga el oleaje, sin ruleta ni clases de cha-cha-chá, ni payasos a bordo para entretener a los niños. O sea: como antaño. Y el océano puede volver a ser un "mar narrativo". La próxima vez que alguien me llame para merendar o tomar unas copas, le citaré a bordo de un carguero.
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