Irán
Una excelente guía cultural del país afirma: "Los persas conjugan una nobleza orgullosa con una gentileza a veces maliciosa"
Después de un largo viaje por su territorio, vengo impresionado de mi visita a Irán, la antigua Persia, una de las naciones más antiguas del planeta. Los tópicos planean a propósito de este país que vive un cierto aislacionismo impuesto desde el exterior. Y tengo la sensación de que la presión internacional que pesa sobre sus habitantes y su régimen (incluido en lo que los Estados Unidos denominan “el eje del mal”) no hacen sino reforzar la unidad entre dirigentes y pueblo, por arduas que sean a veces las imposiciones del régimen que lo gobierna.
Pero mi oficio no es hablar de política sino de viajes, de arte, del carácter de los pueblos, de gentes... y ahí es en donde Irán nos asombra y nos seduce como pocas naciones de la Tierra. Viajar por Irán es muy sencillo, una vez traspasadas sus fronteras y sorteadas las dificultades que plantea el exceso de burocratismo. Las principales carreteras son en su mayoría excelentes, aunque sus conductores puedan contarse entre los más disparatados del mundo; la red ferroviaria cubre un buen espacio del país, pese a que sus trenes resulten algo anticuados (lo que, por otra parte, los hace más humanos), y todas las ciudades importantes cuentan con aeropuerto. Nadie pone peros al viajero y la Policía desaparece casi por completo cuando el extranjero ha traspasado las fronteras.
Y todo visitante es bien recibido. O mejor: excepcionalmente recibido. No creo que haya un pueblo tan hospitalario como el iraní, una virtud que viene desde la remota antigüedad. Y de ello hacen gala sus habitantes, que te abren las puertas de su casa sin reparos. No es extraño que, con un cierto orgullo contenido, cualquier persa te pregunte al poco rato de comenzar a conversar con él: “¿Y qué le parece Irán?”.
La hospitalidad de este pueblo no significa sometimiento sino que es fruto de la generosidad practicada como un hábito social. Así lo ha entendido, por ejemplo, el suizo Patrick Ringgenberg, quien, en una excelente guía cultural del país, afirma: “Los persas conjugan una nobleza orgullosa con una gentileza a veces maliciosa”.Sin rubor, afirman su condición de descendientes de las tribus arias del interior de Asia, sobre todo ante los viajeros que, erróneamente, los consideran árabes.
La belleza de sus obras de arte constituye otra de las excelencias de Irán. El arte islámico es particularmente bello cuando su origen es chiita, exento del manierismo de otros pueblos islámicos de creencia sunita. Resulta sobrio por su serenidad y su reverencia a los colores delicados. Y transmite una tremenda sensación de naturalidad. Solo hay que ir un atardecer a la gran plaza de Ispahán para certificar lo que digo. Y si se busca la grandeza preislámica, basta con asomarse a Persépolis –ciudad alzada en el siglo V a.C.–, a unos 60 kilómetros de Shiraz, y contemplar la grandeza de las ruinas del antiguo palacio de la dinastía de los Aqueménidas.
Un hecho excepcional me llamó la atención en Shiraz. Y es el amor del pueblo persa a la poesía. Allí tiene su tumba Hafiz, un poeta que vivió en el siglo XIV de la era cristiana. Siempre hay gente recitando sus versos sobre la lápida que oculta sus huesos. Como afirma Patrick Ringgenberg, “la poesía parece la segunda lengua materna de los persas”.
Hubiera necesitado más tiempo para recorrer otros lugares de este asombroso país: las orillas del Caspio, los bosques de Alborz, las ciudades de Yarz y Kerman... Y para disfrutar de la hospitalidad y admirar el orgullo de uno de los pueblos más singulares de la Tierra.
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