"Indiana" Cruxent, por Mariano López
Cruzó Panamá para seguir los pasos de Núñez de Balboa en la aventura que le llevaría al Gran Mar del Sur.
Cuando conocí al profesor Josep María Cruxent, ignoraba por completo quién era, no sabía nada acerca de su obra ni de su fama. Le encontré en La Isabela, entre los escasos restos del poblado que levantó Cristóbal Colón al oeste de la actual ciudad de Puerto Plata, en la República Dominicana. Había sido comisionado por la Organización de Estados Americanos para recuperar, en lo posible, la memoria del primer asentamiento español estable en América, y allí estaba: con su pipa y su gato, pantalones cortos y una camiseta con las siglas de la OEA, un par de ayudantes dominicanos -recuerdo que uno de ellos se llamaba Papalo-, muy pocos medios y demasiado trabajo. La Isabela había conservado parte de sus estructuras -el cementerio, restos de viviendas, los cimientos de la casa donde vivió Colón- hasta que se produjo la visita del primer embajador franquista en la República Dominicana. El dictador Trujillo fue de los primeros gobernantes en reconocer al régimen de Franco y quería celebrar la llegada del embajador con la máxima pompa posible en La Isabela. Trujillo llamó al gobernador de la provincia de Puerto Plata, Augusto Ginebra, y se interesó por el estado de las ruinas. "¿Cómo están, Ginebra?", le vino a decir. "Mal, mi general, está todo fatal, sin cuidado alguno", respondió el gobernador. "Pues límpiemelo, Ginebra, límpiemelo". Y Augusto Ginebra fue y limpió las ruinas. Ordenó a varios bulldozers que despejaran aquello y los bulldozers empujaron todas las ruinas hacia el mar. Así se encontró Cruxent los restos de la Isabela. Ni una sola piedra había quedado a salvo de la escoba del gobernador.
Josep María Cruxent caminaba por los terrenos de La Isabela con soltura. Tenía cerca de 80 años pero su movilidad era excelente y, cuando hablaba de su trabajo, de sus hallazgos, le brillaban los ojos con la intensidad que corresponde a quien cree que está a punto de descubrir un magnífico tesoro. Sus biógrafos destacan, precisamente, ese rasgo de su personalidad. Erika Wagner escribe: "Cruxent tenía el carácter romántico de las personas que ponen auténtica pasión en las cosas que hacen". Fue, además de arqueólogo, pintor, premio nacional de artes plásticas y miembro fundador del grupo El techo de la ballena. Poseía una curiosidad renacentista, de mil miradas, pero, cuando le preguntaban, acostumbraba a definirse solo como un andarín: "trota bosques, trota ríos y trota selvas".
Había nacido en Sarriá y cursado estudios superiores de Bellas Artes en la Universidad de Barcelona. Su afición a la arqueología le vino cuando asistía de oyente a las clases del profesor Pere Bosch y Gimpera. La guerra civil frustró todos sus sueños. Combatió con las fuerzas republicanas en el frente de Teruel y dejó España en el año 1939, en uno de los últimos barcos que facilitaron el exilio desde el puerto de Valencia. Luego residió ocho meses en París, donde pudo asistir a las conferencias de André Breton, pasó a Bruselas, donde entabló amistad con el embajador venezolano en Bélgica, Honorio Sigala, y finalmente recaló en Venezuela, gracias a la ayuda de Sigala, que fue quien le facilitó el pasaje y el visado para entrar en aquella tierra de promisión.
En Venezuela, Cruxent vendió fruta, trabajó como operador en una sala de cine, dio clases de dibujo y gracias a los ingresos que le procuró este último trabajo pudo empezar a pagarse sus primeras investigaciones de arqueología. Pronto fue contratado por el Museo de Ciencias Naturales de Caracas, del que años después llegaría a convertirse en director. Como responsable de este museo, participó en exploraciones extraordinarias. La primera, la expedición franco-venezolana que descubrió las fuentes del Orinoco. Viajó también al río Congo, en una misión financiada por el rey de Bélgica. Recorrió, de nuevo, parte del Orinoco, para buscar la conexión del gran río con el caño Casiquiare y contactar con los indios waika, más conocidos como yanomamis. Y atravesó Panamá para seguir cada uno de los pasos de Vasco Núñez de Balboa en la aventura que le llevaría a descubrir, hace ahora quinientos años, el Gran Mar del Sur.
En La Isabela, en el amplio bohío de palma sin paredes que le servía de oficina, le pregunté si alguna vez había pensado en regresar a España. "No he vuelto", me dijo, "¿para qué?". Luego supe que, con 90 años, viajó a Barcelona y paseó por Sarriá. Recorrió su antiguo barrio, visitó el lugar donde se encontraba la casa de sus padres y pidió una copa de champán, "como las que tomaba en París". Le preguntaron si reconocía alguna calle, algún edificio. "Claro que sí", dijo. "Lo que se ama, no se olvida nunca". Murió hace ocho años, después de haber publicado una obra vastísima y precisa sobre la prehistoria de Venezuela y de haber sido, quizá, el único arqueólogo español que ha investigado las huellas de Vasco Núñez de Balboa -sostenía que había descubierto el lugar donde está enterrada la cabeza del explorador- y el último que se ha ocupado de la organización de La Isabela. Aún me parece estar viéndole, con su pipa y su gato, hablando apasionadamente de aquellas piedras a las que supo extraer secretos ocultos durante siglos, a veinte metros del mar por el que llegó Cristóbal Colón.
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