Hollywood, un estado mental, por Javier Moro
"Los ángeles lo componían unos sesenta suburbios que, casi cien años después, siguen en busca de una ciudad"
Por fin, las autoridades norteamericanas han retirado el travel ban que Trump impuso al principio de la pandemia y cuya absurda prolongación solo sirvió para dañar las relaciones entre ambos continentes. Olvidado el agravio, propongo un viaje a Hollywood que, más que un barrio de la ciudad de Los Ángeles, es un estado mental, a state of mind, como dicen. Brazo cultural de la mayor potencia del mundo, Hollywood lleva siglo y medio divirtiéndonos, emocionándonos, y a la vez, subrepticiamente, moldeando nuestras costumbres, influyendo en nuestra manera de vivir.
Cuando digo nuestra, hablo de la humanidad. Hollywood nos indica la manera de vestir, de comportarnos, de seducir a las chicas, hasta de mirarnos. Lo queramos o no, Hollywood está dentro de nosotros. No es casualidad si el único monumento que domina el paisaje son las letras gigantes de un antiguo anuncio publicitario para una promoción inmobiliaria llamada Hollywoodland. El land ha desaparecido.
Hoy solo queda el nombre mágico para que todos los habitantes —desde el inmigrante ilegal hasta la modelo sueca— no olviden que el sueño que les ha traído hasta aquí puede convertirse en realidad. El cartel se puso de moda en los 30 por una razón sórdida: varios actores que no habían saltado con éxito del cine mudo al sonoro utilizaron la letra H —que medía 14 metros de altura— para tirarse al vacío y desaparecer de ese mundo en el que habían perdido su lugar. Anthony Quinn, que conocí bien cuando trabajamos en la película Valentina, me decía: “Chamaco, aquí vales lo que vale tu última película”.
Me contaba que, los lunes, le daba vergüenza ir al Club a jugar al golf si su último estreno no había conseguido una buena recaudación el fin de semana. Se sentía señalado. Aquí los valores siempre han sido distintos. En primer lugar, el éxito de los demás no provoca la envidia. Más bien al contrario, es una buena noticia porque es la prueba fehaciente de que puede ocurrirle a todo el mundo. Ese barbudo mal vestido que empuja su carrito en un supermercado a las tres de la mañana puede que sea Steven Spielberg, que tiene miles de millones de dólares en su cuenta corriente y que sin embargo lleva unas zapatillas cochambrosas. En Los Ángeles, el traje, el respeto, los zapatos relucientes, la educación y el besamanos son más una traba para salir adelante que una ventaja.
Lo que no cambia es el sueño que ha llevado allí a tanta gente, y que sigue atrayendo a talento del mundo entero como un poderoso imán. En Los Ángeles, nadie es lo que parece. Un camarero contará que es escritor, o director de cine, o actor. Dirá que trabaja para subsistir mientras espera que su talento sea reconocido. Ha venido a probar suerte y, como la mayoría de los que llegan a esta Meca, tiene que conformarse con la realidad: no hay lugar para todos los que buscan el éxito. Tampoco hay piedad para los perdedores.
Los náufragos del sueño inaccesible se agazapan en el interior de las casas coquetonas, en los bungalós junto al mar, a la sombra de sus victorias fracasadas. Muchos no se atreven a regresar al lugar de donde partieron; otros aceptan cualquier trabajo para ganarse la vida con tal de seguir soñando. ¿Y la ciudad? Obviamente ha cambiado porque ha crecido sin parar, y ahora los embotellamientos en el Sunset Strip son constantes. Pero su espíritu, su esencia íntima y profunda, esa permanece incólume. Cuando la actriz Conchita Montenegro, apenas cumplidos los 19, llegó en junio de 1930, quiso entender el paisaje que veía por la ventanilla, tan diferente de lo que había conocido hasta entonces; nadie paseaba por las calles. Le dijeron que mejor no hacerlo para no llamar la atención de la policía, un consejo que hoy sigue siendo válido.
—¿… Pero, dónde está la ciudad? —preguntaba.
El centro que había imaginado no existía. Los Ángeles lo componían unos sesenta suburbios que, casi cien años después, siguen en busca de una ciudad.
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