¿Qué estoy haciendo aquí?, por Jesús Torbado
En la vida del trotamundos hay momentos de fatiga y hasta de miedo en los que se pregunta: ¿qué hago aquí?
Se puede sospechar sin mucho esfuerzo que en la vida del trotamundos, incluso del viajero ocasional, suceden momentos de fatiga, de cansancio, de incomprensión, de aburrimiento y hasta de miedo. Esos en los que uno se para de pronto a pensar y a decirse: ¿qué diablos estoy haciendo aquí? Y, en consecuencia, a echar de menos su sillón, su cuchara, su perro y hasta su gallina. Incluso las vacaciones resultan monótonas y melancólicas. Y por eso los verdaderamente ricos andan siempre de yate en yate, de langosta en langosta, de fiesta en festejo. Quieren engañarnos con el destello de su abundancia y de su poder, sus vestidos, sus fiestas, sus banquetes de champán y moreneos. Y no: se aburren también, se cansan también de bailar y de beber. Lo confiesen o no.
Pero allá ellos. Yo me fijo ahora en los viajeros de verdad, en los aventureros, en los nómadas, en los del culo permanentemente inquieto. Y recuerdo con nitidez total dos instantes muy antiguos (hará como veinticinco años) de mi particular e insignificante existencia, ya lejanos pero vigorosamente vivos en la memoria. El uno sucedió en la isla de Hong Kong. Después de recorrer a solas buena parte de ella en un tranvía de colorines, me arriesgué a bajar a tierra y seguir la exploración a pie, y por calles secundarias y estrechas. Era territorio de fabricantes de ataúdes, transportistas de cadáveres y trabajadores del ramo. Era también la hora de comer, una hora de comer, pues es sabido que los chinos comen a toda hora. Poco y mal, pero a cualquier hora. Y en eso estaban los chinos de aquel territorio, comiendo y sorbiendo inclinados sobre sus platillos de fideos en salsa, manejando hábilmente los palillos. Y también yendo por la calle de un lado a otro, como hormigas meticulosas.
Descubrí a mi alrededor miles de chinos y de chinas en movimiento, bastante desharrapados casi todos, inescrutables todos (y todas, desde luego) y muchos me miraban hostiles y con desmedida curiosidad. En ese momento yo estaba claramente perdido, porque no podía leer ni una mísera letra de los revueltos carteles y tampoco resultaba útil preguntar nada, porque ni yo entendía una palabra de las suyas, suponiendo que fueran palabras, ni ellos entendían las mías. Tardé cosa de una hora en escapar de aquel laberinto inquietante hacia la zona de vendedores de relojes falsos. Y allí me hice la pregunta fatídica: ¿qué demonios estoy haciendo aquí, sobre todo teniendo en cuenta que ya tengo reloj y que no estoy muerto?
La otra peripecia fue casi divertida y sucedió en las aguas del río Mamoré, subafluente boliviano del Amazonas, aunque ahora en compañía de media docena de colegas. Como el piragüero se había emborrachado bastante (por culpa nuestra), en seguida la nave acabó perdiéndose en una maraña de juncos, raíces y ramas flotantes. Estábamos sin rumbo, sobre unas aguas inmensas y móviles. Y caían a toda velocidad las sombras urgentes del Ecuador. Nadie llevaba linterna, faroles o cerillas. La única solución era amarrar aquel pobre navío a la vegetación de la orilla, adormecerse sin el socorro de lo que quedaba en las botellas, esperar que se espabilara el capitán y rezar a los dioses del territorio. Pero, ¿qué estoy haciendo yo aquí, oh dioses ajenos?
Tal vez la globalización remedie estas pérdidas y estas desventuras, porque ahora, como ya escribió Max Frisch hace muchos años, vayas donde vayas encontrarás siempre a la misma mujer y al mismo policía. Lo que no podrás encontrar ya, desdichadamente, es la vieja ciudad de Alepo, que han devorado ya los más fanáticos de Mahoma, ni los campos hermosos del Kurdistán ni las amenas granjas cristianas de África, arrasadas por unos y por otros. Así que quizás ya no vale la pena ir a parte alguna.
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