Egipto, propina obligatoria, por Jesús Torbado
Cuando te exigen la propina de forma perentoria sin haber dado servicio, muy sombría parece la hospitalidad.
Lo mismo que el éxito sube a la cabeza de cualquier individuo sin mucha solvencia cerebral -a un vendedor de lechugas, a un político, a una cantante-, también acude esa enfermedad a muchos personajes que se dedican a la función turística. Incluso a muchos países. Se corre la voz de que los espárragos de doña Lucrecia son excelentes, empieza a llenarse su comedor y tres semanas más tarde la verdura aparece en el menú con una crecida en el precio del 300 por ciento. A todos esos malaventurados hallazgos que han parido durante el último quinquenio las compañías aéreas, sobre todo para "optimizar sus resultados", nos dirían, se suman otros nuevos que acaban siendo aceptados sin rechistar por el inocente y consentidor turista-oveja. Ya nadie protesta de esos avisos de tarifas maravilladas que empiezan a engordar apenas saca uno la tarjeta de crédito: pagar aparte el combustible, las tasas, el suplemento de fecha y el de hora, el billete de la maleta, el saludo de la azafata, el jaboncillo del lavabo... Nos hemos acostumbrado a que cualquier tentador precio se duplique a veces a la hora de comprar el viaje.
En el enjambre de barcos que navegan Nilo arriba, Nilo abajo, ya con carácter tan masivo y espasmódico que soñar con los cuentos de Agatha Christie y de otros viajeros sería un delito, han impuesto la moda de cobrar obligatoriamente la propina antes de iniciar la travesía que se ha pagado en el país de origen (algunas agencias la especifican ya como un extra). Quienes van a actuar como guías de los grupos (en realidad, recaudadores de euros, buscadores de socaliñas diversas o de beneficios sexuales) exigen una cantidad que ellos dictan antes de que hayan exhibido el menor merecimiento para tal gracia: un mínimo de 30 euros por barba. Que se prepare el que no quiera pagar. Será maltratado en ración triple respecto a los demás pax (que es el término en lo que se convierte cualquier turista). Salvo que enseguida compense al almotabel con compras copiosas de papiros, tarjas, excursiones o cualquier mercadería.
Resulta rara paradoja que uno de los países mejor dotados para un viaje turístico reciba tan mal a quienes dan sustento económico a más de la mitad de la población. Navegar por el Nilo era antaño un gozo superior; pasear por El Cairo clásico, una delicia; entretenerse en los vestigios faraónicos, un regalo supremo; tocar los iconos de las iglesias coptas, una apacible sensación. Mas no conviene en absoluto confundir el Egipto antiguo, el pasado que ha logrado salvarse (no gracias a los egipcios precisamente), incluido el islámico, con el Egipto actual: suciedad, ruido atronador, empujones y desidia en el cuidado de los monumentos.
La obligada propina es sólo uno de los daños que sufrirá el recién llegado. El acoso mendicante llega a extremos de psiquiátrico. Hasta para solicitar una información a un policía, de entre los miles de ellos que están en todas partes, habrá que pagar peaje en cualquier moneda o simular que está uno dispuesto a hacerlo. Discutir con los taxistas y cocheros, los comerciantes de cualquier especie o con los camareros es demoledor aun para el de ánimo templado. Ni media sonrisa gratis en ninguna parte, salvo con promesa de pago, pero hostilidad y trapacerías por doquier.
Nada que ver el Egipto de hoy -ni en lo turístico ni en la atmósfera social- con el que uno conoció hace 30 y 40 años. Hasta el popular romanticismo del fastuoso río se ha ido a pique. ¡Cuánta melancolía, Terenci Moix! ¿Sucede que la ambición rompió el saco, que el éxito de visitantes se les ha atragantado, que la soberbia por haber recibido tanta admiración y tan largo amor -todo ello muy justo- lleva hoy a los egipcios al menosprecio o a la burla hacia aquel de quien obtienen mayor beneficio? Cuando perentoriamente te exigen propina sin haber dado servicio alguno, muy sombría parece la hospitalidad.
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