Crisis y recuperación de la consciencia, por Carlos Carnicero

Para quien no ha caído aún en la tragedia del paro, los hábitos se pueden acoplar sin necesidad de que arrasen las costumbres.

Los menús del día son una costumbre muy francesa, arraigada también en los restaurantes de lujo; la carta se reserva para las cenas, más formales, más solemnes y más íntimas. El sentido común de la burguesía francesa decretó desde siempre que el placer de un buen almuerzo no tiene que sufrir un desgaste innecesario de la cartera; puro sentido práctico que beneficia a los restauradores y a los clientes: resulta mucho más fácil acoplar la compra del día a media docena de platos que a una carta extensa y, además, se potencia la cocina de mercado, del producto de cada temporada.

En España, la crisis económica, que es ya claramente visible en los establecimientos de hostelería, ha impulsado ese sentido práctico: ahora, de repente, la oferta cotidiana se abre paso sustituyendo a las cartas extensas y absolutamente desorbitadas en sus precios. El riesgo de deflación en los fogones no representa una amenaza real porque sobre todo en ciudades como Madrid y Barcelona se había decretado una fiesta en la que el asalto de los monederos era una de las formas de garantizar el éxito en esta España en la que los salarios medios y bajos se habían quedado atrapados por el euro, mientras que los que tenían un próspero negocio desde el que facturar acumulaban unas grandes rentas que se despilfarraban en vehículos de lujo y en tarjetas Visa que se desgastaban hasta dejarlas sin relieve eligiendo los mejores vinos.

Soy un hombre austero en muchas costumbres, excepto en las que están directamente relacionadas con los auténticos placeres de la vida: la música, los libros, los viajes y los restaurantes forman el epicentro del sentido lúdico con el que intento que el paso por este valle de lágrimas sea sustituido por un vivir la vida en cada momento en que uno puede elegir lo que de verdad quiere hacer.

Ahora me estoy haciendo un auténtico experto cazador de oportunidades. Cuando llego a un hotel que tratan de cobrarme abusivamente por la utilización de Internet -la cadena NH se equivoca con esta práctica: 13 euros por 24 horas de conexión que tiene que ser interrumpida-, tomo nota para no regresar, porque la crisis nos ha desarrollado un sentido de lo razonable. Estar on line no es un lujo y NH tiene que enterarse.

Buscar ofertas de avión en compañías serias, sin necesidad de aguantar el mal trato de muchas low cost, es una cuestión de paciencia y de buscadores. Igual ocurre con los hoteles. Para quien no ha caído todavía en la tragedia del paro, los hábitos se pueden acoplar sin necesidad de que arrasen las costumbres, sobre todo porque se pueden reconducir a comportamientos deliciosos que se habían abandonado por el esnobismo subyacente y contagioso de que lo barato era sinónimo de falta de calidad.

El reto de los empresarios de turismo es mantener la perfección bajando los precios. Y no es imposible. Hace mucho que está determinado que la sardina es más barata que el caviar sólo por una cuestión de oferta. Si la sardina fuera escasa, se envolvería en celofán y papel de seda y se enviaría a Japón en unos vuelos especiales para que llegara recién pescada. El momento, haciendo una abstracción del dramatismo que significa el grave problema del paro, nos está haciendo recuperar parámetros de consumo razonable, en que el amor por el dinero ganado honradamente impulsa unos deseos irrefrenables de darle un uso adecuado y proporcionado a los verdaderos placeres de la vida, que están situados mucho más allá del precio de un viaje, de la categoría de un hotel o de las estrellas de un restaurante. Se trata sencillamente de no consentir el asalto como pura metodología comercial. Ni más ni menos.

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