Cáceres, la ciudad donde cada piedra cuenta una historia
Un paseo por esta milenaria ciudad extremeña en busca de los episodios que esconde su casco antiguo
Como los gruesos muros en los que se sostiene, Cáceres aguanta el peso de la historia. Discreta, silenciosa, muchas veces olvidada, esta ciudad extremeña se resiste a la modernidad mientras vive sumida en su memoria y congelada en su belleza pétrea. Porque Cáceres está trazada de piedra, una piedra que esconde en cada esquina un episodio, que deja leer en cada fachada una página de su pasado.
Descubrir la capital de la provincia que lleva su mismo nombre es hacer un viaje en el tiempo por una tierra pródiga en conquistadores y tapizada de dehesas que guardan el secreto del famoso jamón de pata negra. Una ciudad que, desde 1986, es Patrimonio de la Humanidad precisamente en honor a esas piedras cargadas de relatos.
Ecos romanos
En el casco viejo, un paraje ya habitado en el remoto paleolítico, la ciudad fue fundada por los veteranos del ejército romano veinticinco años antes del nacimiento de Cristo. Nacía así Castra Caecilia o Norba Caeserina, los dos nombres empleados durante centurias para designar a este emplazamiento que estaba de paso en la Vía de la Plata.
En la ciudad vieja queda resumida la azarosa historia de Cáceres: el basamento romano, la muralla almohade, las torres de los siglos XII al XV, la ermita del XVIII, el ayuntamiento del XIX…Un mix extraño que, sin embargo, resulta aparentemente uniformado. Nada sorprende más que la armonía de este conjunto, algo extraordinario si tenemos en cuenta la diferencia de edad de los monumentos y la disparidad de los estilos: desde el románico hasta el barroco, desde el renacimiento hasta el gótico.
Historias de sangre y orgullo
Pero el casco histórico es mucho más que un recinto de piedras dormidas. En cada uno de sus rincones asoma una historia fascinante. Como la que comienza en las escalinatas que desde la Plaza Mayor presiden su puerta de entrada atravesando el Arco de la Estrella.
Fue aquí donde Isabel de Castilla, en 1477, juró los fueros y privilegios de la ciudad, eso sí, después de aniquilar todas sus posibles defensas. La reina ordenó que todas las torres fueran desmochadas, un adjetivo en desuso que, sin embargo, los cacereños conocen bien. La medida, cargada de venganza, consistía en eliminar las almenas. ¿Y el motivo? Subrayar el poder de la Corona para aquellas familias nobles que habían apoyado a su rival, Juana la Beltraneja, en la sucesión del trono. Esto explica que los torreones de Cáceres carezcan de su parte superior. La ordenanza real tan sólo contempló una excepción: la conocida como Casa de las Cigüeñas, cuya torre despunta sobre los tejados como premio a la que fuera su única lealtad.
Rastro árabe
A la cultura musulmana se debe el ingenio del aljibe que, almacenando la lluvia, logró abastecer de agua a esta población que carecía de río. Hoy su visita en el actual Museo de Cáceres (dentro del Palacio de las Veletas), es un hito de la ciudad.
Pero aunque la capital cacereña mantiene algunas huellas clásicas, y aunque fue después revitalizada por los árabes en los albores de la Edad Media, es después de la conquista americana cuando alcanza su mayor esplendor. La ciudad monumental que hoy conocemos comienza a forjarse al calor de las familias nobles que levantaron ostentosas mansiones en busca de influencia y poder.
Allende los mares
De la riqueza que vino del Nuevo Mundo también quedaron varios reclamos. Cuesta encontrar uno de ellos, pero si se mira bien saldremos pronto de dudas: en la fachada del renacentista Palacio Episcopal figuran unos medallones con una princesa azteca y un indio araucano. Sin embargo, es el Palacio de los Toledo-Moctezuma el que mejor da cuenta del mestizaje que llegó tras el descubrimiento. La casa perteneció a Isabel, la hija del mismísimo Moctezuma II, casada con un noble cacereño que había ido a hacer las Américas.
La noche mágica
El casco histórico de Cáceres se cuenta entre los mejor conservados del mundo. Y su centro neurálgico, la Plaza Mayor, el lugar donde todo pasa desde tiempo inmemorial. Fue punto de encuentro de vociferantes mercaderes, centro de reunión del pueblo, foco de celebración de torneos y corridas de toros. Hoy sus soportales, como en los orígenes, no sólo cobijan tiendas, talleres de artesanía, bodegas y restaurantes, sino que también son testigos del trasiego de gente al caer la animada tarde.
Comienza entonces el momento con mayor embrujo la ciudad. Nada hay comparable a un paseo por la parte vieja bajo la luz temblorosa de los faroles. Los adarves en penumbra y las calles desiertas configuran un peculiar mosaico de sombras donde las piedras, más que nunca, continúan contando historias.
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