Un sueño junto al mar: así es la otra Cerdeña

Su costa norte es conocida por las aguas turquesas y el ambiente mundano, pero la segunda isla en extensión del Mediterráneo guarda su esencia en el sur y en el interior. Es allí donde los antiguos oficios, el respeto por el entorno y el placer de vivir sin tiempo se dan la mano.

Un recorrido por la Cerdeña de las playas idíilicas.
Un recorrido por la Cerdeña de las playas idíilicas. / Istock / 4FR

La brisa sopla sin prisa, pero sin pausa, cuando largamos las amarras al atardecer. En una coreografía que parece ensayada, el sol se va hundiendo en el mar mientras las luces de tierra intentan compensar su ausencia, encendiéndose una tras otra. La perspectiva mejora cuando la nave se aleja de tierra, revelando el perfil de Cagliari, presidido por su castillo en lo alto, mientras el frente marítimo acumula grandes palacios históricos que a veces se han reconvertido en hoteles y oficinas y, en algunos casos privilegiados, siguen siendo viviendas privadas. 

Pasarela que da acceso a la playa en la península del Sinis.

Pasarela que da acceso a la playa en la península del Sinis.

/ Félix Lorenzo

El nombre de la capital de Cerdeña en idioma sardo es casteddu, que se traduce literalmente como “castillo”, aunque en realidad se trata más bien de una antigua ciudad fortificada. Cagliari mira al sur, hacia el Golfo de los Ángeles, de donde llegaron los cartagineses en el pasado y de donde sigue llegando el viento del Sahara, que caldea sus animadas noches. Quizá por eso hay tantos ficus magnolia de grandes dimensiones repartidos por su planta, como queriendo evocar destinos exóticos de los que el viento africano trae el aroma.

El barco surca las aguas sin esfuerzo, gracias a la peculiar forma de las goletas turcas, ya que en realidad se trata de una de esas naves de la costa de Anatolia, traída a estas tierras y restaurada de forma impecable, como atestiguan sus latones dorados y la madera reluciente de barniz. La tripulación es originaria de Carloforte, una pequeña isla situada al suroeste de Cerdeña, de donde proviene el más exquisito atún, por lo que la cena va a ser una constante declinación de su carne en diversas texturas y preparaciones: mojama en una sopa de cuscús local, pasticcio —un antiguo plato de aprovechamiento en el que antes se empleaban los descartes del pescado con una salsa al pesto sin ajo—, atún frito y luego cocinado en tomate… 

Flamencos en el área natural protegida colindante con Nieddittas, el centro de producción de mejillones.

Flamencos en el área natural protegida colindante con Nieddittas, el centro de producción de mejillones.

/ Félix Lorenzo

El barco forma parte de un concepto que acaba de ver la luz en Cerdeña, el alojamiento náutico difuso. Así como ya existían en la isla los hoteles difusos, es decir, conjuntos de habitaciones turísticas distribuidas en varias casas de una población que funcionan como un todo, con un servicio centralizado, ahora le llega su turno a la opción marinera. El albergue difuso es sostenible porque no implica la construcción de grandes infraestructuras, se integra en el lugar —en realidad es parte del mismo—, y soluciona la falta de servicios y camas en zonas que hasta ahora no podían recibir visitantes. Comodidades y contacto con los lugareños están garantizados.

A la mañana siguiente, ya en tierra, el sol ilumina las ruinas de Tuvixeddu, una de las siete colinas cagliaritanas, donde los cartagineses crearon la mayor necrópolis púnica existente, y eso a pesar de la destrucción de partes de la misma para aprovechar el material para construir baluartes o incluso como cantera de cemento en época más reciente. Tuvu significa “pequeño agujero”, nombre que hace referencia a los centenares de tumbas de pozo que se extienden a lo largo y ancho de sus 18 hectáreas, lo que ocuparían el mismo número de campos de fútbol, para hacerse una idea. 

Durante las Guerras Púnicas, los romanos arrebataron la isla a los cartagineses, como evidencia el anfiteatro que mandó erigir Julio César. Siglos más tarde, las repúblicas marinas de Génova y Pisa se disputaron estas tierras, que finalmente acabaron en manos de la Corona de Aragón por 400 años, hasta la firma del Tratado de la Haya en el 1717, momento en que pasó a formar parte de los dominios de los Saboya del Piamonte hasta la unificación de Italia. La importancia estratégica de las islas siempre acaba plasmada en una historia agitada y en una mezcla de costumbres y gustos, tanto arquitectónicos como culinarios. No es casual que el centro histórico recuerde por momentos las calles de pueblos y ciudades de Aragón, mientras que los balcones con barandilla de hierro del barrio de Vilanova evocan escenas mediterráneas propia de la costa catalana. 

Interior del 'nuraghe' Piscu.

Interior del 'nuraghe' Piscu.

/ Félix Lorenzo

Otras zonas de la ciudad lucen de nuevo toda la elegancia clásica de la arquitectura piamontesa, tras una concienzuda reconstrucción que ha devuelto la gracia a una de las dos ciudades italianas más castigadas por los bombardeos durante la Segunda Guerra Mundial. La otra fue Nápoles, con la que comparte el gusto por la vida saboreada en terrazas al aire libre, aunque en el caso de Cagliari se percibe un toque más formal, quizá más capitalino y con el punto de orgullo propio del carácter sardo.

Desde lo alto del monte Urpino, la montaña de los zorros, se distinguen perfectamente los cuatro sectores que componen la ciudad: Marina, Vilanova, Castelo y Stampace, “quédate en paz”, ya que los habitantes de la antigua ciudad se sentían aliviados cuando se cerraban las puertas por la noche. También se alcanza a ver la playa de Poetto, que cierra el monte conocido como La Silla del Diablo.

El lido urbano está salpicado por restaurantes y miradores que tanto invitan a regalarse un almuerzo con vistas como a darse un chapuzón en esta bahía de aguas calmas que se extiende a lo largo de ocho kilómetros. Por cierto, que Poetto no hace referencia a la lírica, sino que es una corrupción de la palabra catalana pouet, pozo pequeño, ya que aquí había una fuente de agua dulce. A su lado, las salinas de Molentargius dejaron de explotarse en los años ochenta del siglo pasado y hoy son refugio de aves migratorias y de una numerosa colonia de flamencos. Todo a mano, sin salir de la ciudad.

Anfiteatro romano de Cagliari.

Anfiteatro romano de Cagliari.

/ Félix Lorenzo

El desconocido interior sardo

La llanura Campidana aporta grano, alcachofas y tomates, que durante siglos se han sumado a la sal y a los quesos sardos como producto de exportación, y también de deseo, en el mercado de San Benedetto. Sus voces y aromas son el sabroso preámbulo de la región de Texenta, donde se suceden las colinas suaves, los pinares y los rebaños de ovejas. Esta es una región muy agrícola, de pueblos de dimensiones discretas, de placeres esenciales. Es por eso que en el interior sardo se ha puesto en marcha el programa Saboris Antigus, donde el clásico restaurante local se ve sustituido por las “mesas de familia”, es decir, los almuerzos o cenas en casas particulares que abren sus puertas al extranjero para exhibir con orgullo su cocina tradicional.

Pero antes de saborear el plato, conviene conocer su elaboración. Ahí está por ejemplo la frégola, de apariencia que se confunde con el arroz, pero que en realidad se hace con dos tipos de sémola de diverso calibre, agua y azafrán. Hace falta mucha práctica para ir creando los granos que luego se combinarán con carnes o pescados, y aún más para saber encontrar el punto justo de cocción. También se prepara un pan plano especial, el sufilindeu, a base de hilos de pasta obtenidos estirando y plegando la masa y que luego se entrecruzan de forma que, al contemplarlo al trasluz, exhibe una trama de líneas semejante a la de un cesto trenzado. Y así tantas exquisiteces locales que garantizan satisfacer el hambre de hasta los más insaciables. 

Iglesia parroquial de Selegas.

Iglesia parroquial de Selegas.

/ Félix Lorenzo

Texenta no es solo la región menos conocida de Cerdeña, sino también la menos contaminada por la invasión turística de algunas zonas costeras, en especial del norte. Tal vez eso se deba a su conexión con la cultura nurágica. Anteriores a los fenicios, la huella más evidente de los nuragos son las torres cónicas que dejaron por toda la isla, conocidas justamente como nuraghi, que viene a significar algo así como “montón de tierra”, descripción que no les hace justicia en absoluto.

En Texenta es donde hay más, nada menos que 200, destacando en particular la que se alza sobre una elevación del terreno rodeada de campos, imponente visualmente, conocida como el nuraghe de Piscu o “el obispo”. Al introducirse en su interior, maravilla el impecable acabado y el encaje perfecto de las piedras que la componen. Ubicado cerca de la población de Suelli, en la carretera de Mandas, el nurague data de la Edad de Bronce, pero aparece referenciado en las crónicas medievales como el lugar donde se sentaba el obispo de la zona. En cuanto a la utilidad original de estas construcciones, poco se sabe hoy en día, por lo que todo queda en el terreno de la especulación. 

El vecino pueblo de Siurgus Donigala presenta dos peculiaridades: la primera, estar formado por dos vecindades independientes que se unieron en 1927, aunque han conservado un doble ayuntamiento para la gestión cotidiana. La segunda, que en el centro del lugar se alza un nuraghe, algo poco común, ya que solo hay tres puntos en Cerdeña donde esto sucede. La leyenda atribuía a estas torres poderes maléficos y nadie quería tener su casa al lado.

Vista panorámica de la marisma de Molentargius y las antiguas salinas de Cagliari.

Vista panorámica de la marisma de Molentargius y las antiguas salinas de Cagliari.

/ Félix Lorenzo

Y no es extraño, ya que al llegar a Siurgus Donigala me tropiezo con un grupo de terroríficos scruzzoni ensayando sus bailes. Los scruzzonis son las máscaras tradicionales del Carnaval local, realizadas en madera o corcho y diseñadas para infundir temor. Además, se viste la mastrucca de oveja, una especie de zamarra de lana decorada con cencerros de diversas medidas. Los carnavales sardos son muy particulares, de larga duración y con un componente laico muy acusado, conectado con creencias y seres mágicos del pasado. Bien distinta es la celebración de San Efisio, cuando en Cagliari se exhibe la imagen del santo montada en un carro tirado por bueyes y se recorren las localidades más cercanas durante cuatro días. Las gentes se visten con trajes coloridos tradicionales, como hacían hace más de 400 años, y estallan de emoción, en un momento de comunión y sentimiento comparable a la Semana Santa andaluza.

Un sueño junto al mar

Selegas, Guasila, Mandas, Siurgus… nombres sonoros de la región de Texenta que tienen en el lago de Mulargia su referente y fuente de vida. Aunque no lo parezca, en realidad es artificial, un embalse creado en los años 50 para apagar la sed del entroterra sardo y que en su día fue el mayor de Europa de estas características. Sus efectos son evidentes apenas nos alejamos hacia el este, donde los pinares y campos de cereal delimitados por hileras de olivos ceden el protagonismo a la maquia mediterránea y las marismas de la región del Oristanese.

Solo así se entiende que el cordero se sustituya aquí por los mejillones, de una calidad excepcional. Cerca de Arborea se ubica la planta de Nieddittas, “negritas”, donde se seleccionan y preparan para la venta toneladas de este molusco. La peculiaridad de esta empresa es que se asienta junto a unos humedales protegidos propiedad del Estado, que les han sido confiados para su tutela.

Fachada principal de la catedral de Cagliari.

Fachada principal de la catedral de Cagliari.

/ Félix Lorenzo

Se visita siguiendo el recorrido Corru Mannu, que permite disfrutar de un espacio singular para el avistamiento de aves. De hecho, es un sitio Ramsar, es decir, un espacio donde se concentra una gran biodiversidad. Los reyes indiscutibles de estas lagunas costeras son los flamencos, que con su plumaje rosado ponen la nota de color entre el cielo y el mar. Algunos se aventuran más al norte, hasta el estanque de Santa Giusta o el de Cabras, donde sorprendentemente y hasta hace poco se utilizaban unas barcas hechas de totora, los fassonis, al igual que en el lago Titicaca, en los confines de Bolivia y el Perú. 

Fachadas en el centro histórico de Cagliari.

Fachadas en el centro histórico de Cagliari.

/ Félix Lorenzo

Otra laguna, la de Mistras, da paso a la península de San Giovanni del Sinis y el Cabo San Marco, de nuevo una zona protegida con playas espectaculares a lado y lado de la lengua de arena que une el promontorio con tierra firme. En lo alto, cómo no, se alza una torre cilíndrica de vigía, pero en este caso no se trata de un recuerdo de la Edad de Bronce, sino de una construcción española del siglo XV. En cambio, en el punto donde la península de estrecha, se distinguen las ruinas de Tharros, fundada por los fenicios. Los hallazgos realizados aquí, así como los restos de un naufragio romano en la vecina isla de Mal di Ventre —efectivamente, se traduce como “dolor de barriga”—, se exponen en el Museo Arqueológico de Cabras. Sin embargo, los grandes protagonistas de la exhibición son los gigantes de Monte Prama, unas estatuas de guerreros o boxeadores que guardan un asombroso parecido con… ¡C-3PO, el androide dorado de Star Wars! Las sorpresas y el surrealismo no dan tregua a la que uno se lanza a explorar los alrededores de Oristano.

El viento riza el mar que protege las praderas de posidonia que se extienden frente a estos 30 kilómetros de costa, contados a partir de la península de Sinis. La luz del atardecer ilumina a los bañistas que recogen sus toallas para que no se vayan por los aires. No se apuran, ya que saben que mañana pueden volver a esta u otra de las trescientas playas que bendicen el litoral sardo. La vida aquí se mece al ritmo del oleaje o se adormece en los bosques del interior. Y a mí se me antoja que ha llegado el momento de tomarse uno de esos vinos que denominan “de meditación”.  

Barricas de vino en la histórica bodega Contini, en Cabras (Oristano).

Barricas de vino en la histórica bodega Contini, en Cabras (Oristano).

/ Félix Lorenzo

Cerdeña tiene en la uva vernaccia o “vernácula” el pilar que sustenta sus excelentes vinos. En general se trata de caldos blancos, producidos en la región del Oristanese, que a diferencia de lo que sucede en otros lugares, se dejan envejecer en toneles durante tres años. Originariamente se tomaba a todas horas menos con las comidas, pero en la actualidad acostumbra a realizarse un coupage con un 30 % de uva vermentino, para que no alcance tanta graduación.

De todos modos, para no perder su carácter, bodegas históricas como Contini, la más antigua de la isla, siempre dejan algo del vino sin embotellar en los propios toneles, para que se mantenga la levadura original. Lo mismo que hace con la masa madre un panadero de los de toda la vida. La tradición obliga a regalar botellas del año de nacimiento de cada uno, que solo se descorchan en las grandes ocasiones. Son equiparables a los actuales Vinos de Meditación, una categoría de blancos que puede pasar hasta cuarenta años en su barril y que están muy de moda en Italia. 

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