Racismo por Javier Reverte
Tengo la impresión de que los chinos crean su propio mundo en un país extraño siempre con una extrema discreción.
Hasta hace bien poco, los chinos nos parecían unos inmigrantes de poca monta que organizaban negocios extraños, especialmente las antes llamadas tiendas de Todo a 100 y, más tarde, de Todo a 1 euro. Y de pronto se han convertido en una de las primeras potencias económicas del mundo y están llenando su inmenso país con unos sofisticados autobuses -por cierto, la mayoría de ellos son propiedad de una puntera compañía asturiana de transporte público, Alsa- y, lo que es mucho más llamativo, de trenes de alta velocidad que llegan a alcanzar los 350 kilómetros por hora. El chiste resulta fácil: del Todo a 100 han pasado vertiginosamente al Todo a 350.
Pero fuera de bromas facilonas, lo cierto es que los chinos están resultando una gente fascinante, tan tenaz como discreta. En España apenas habíamos visto asomar alguno hasta hace tan sólo unas pocas décadas y hoy podemos contarlos por centenares en muchas de las principales ciudades de nuestro país. Los chistes de un cierto tono racista han proliferado sobre ellos, como ese que dice que no se conocen enterramientos chinos en España, lo que hace pensar si sus muertos no irán a parar directamente a los guisos de carne con salsa de soja.
No sé si será mucho el racismo que la sociedad española manifiesta hacia los chinos o si es más leve que el que existe hacia otras comunidades extranjeras. Pero tampoco estoy muy seguro de que los chinos no manifiesten un cierto racismo hacia nosotros, sus anfitriones españoles. Por el ancho mundo, los ciudadanos chinos crean sus barrios, en los que tienen sus propios restaurantes, mercados y templos, esos famosos y enormes Chinatowns, como los de Vancouver o Nueva York, o el más cercano del Soho londinense. En Madrid, el otrora castizo barrio de Lavapiés va tomando un aire oriental y quizás en unos años se convertirá en el primer Chinatown español.
Tengo la impresión, en todo caso, de que los chinos tratan de crear su propio mundo en un país extraño siempre con extrema discreción. Es raro que trabajen para otros empresarios que no sean a su vez chinos. Y excepto en el caso de los niños, que van a las escuelas del país en donde residen y que tal vez constituyan el principio de una integración plena en el futuro, apenas se relacionan con la población autóctona salvo en esas tiendas que no cierran jamás, ni siquiera los domingos, y que son una suerte de grandes almacenes donde imperan el plástico y el mal gusto.
Las cinco grandes comunidades de inmigrantes en nuestro país son la magrebí, la china, la rumana, la latinoamericana y la subsahariana. Yo he percibido entre mis paisanos una dosis fuerte de racismo hacia los magrebíes -los "moritos"- y los "negritos" subsaharianos. En creciente medida les siguen los rumanos -los "gitanos"-, sobre todo como una reacción al culto a la indigencia que practican familias enteras y al raterismo que muchos de sus miembros practican. Hacia los latinos -los "sudacas" si son del Cono Sur e "inditos" si vienen de países andinos- hay un cierto respeto, supongo que por aquello de la lengua. Pero en los chinos casi nadie piensa. Son muy discretos.
De modo que el racista madrileño suele ser selectivo, a excepción de esos racistas integrales que incluso cuando oyen hablar a un catalán con leve acento claman para que se vaya a su tierra.
Otro aspecto del racismo es la forma en que se miran las comunidades de inmigrantes entre sí. Y me parece que unas y otras se dan sencillamente la espalda. Por poner un par de ejemplos al caso, yo no he visto nunca tomar café a un chino con un rumano ni tampoco a una pareja de latino-magrebí pasear del brazo. Ni tampoco a un africano trabajar como dependiente en una de esas gigantescas y horrorosas tiendas chinas. No obstante, me han dicho algunos amigos especializados en temas de inmigración, por ejemplo, que los magrebíes, incluso los menores, exhiben casi sin excepciones un profundo y feroz racismo hacia los negros subsaharianos. Quizás no han olvidado los tiempos en que eran cazadores de esclavos en el interior del continente africano, un oficio que, por cierto, siguen practicando los árabes de Sudán.
De modo que esta cuestión del racismo no es cosa sólo de los blancos. Es también una cuestión poliédrica, por decirlo así.
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