Lago Turkana, por Javier Reverte
Esta superficie lacustre, en el norte de Kenia, es una extravagancia natural y uno de los lugares más desolados del planeta.
Los paisajes se repiten con frecuencia en el mundo, incluso en aquellas geografías que se hallan muy alejadas. Recuerdo haberlo sentido así durante la primera vez que viajé a Kenia, hace más de 15 años. Iba con mi esposa en un coche y, mientras que recorríamos la sabana del sur de Nairobi, camino de la frontera con Tanzania para iniciar un safari hasta el gran Serengeti desde la ciudad de Arusha, el paisaje se nos hacía tan familiar que nos costaba verdadero trabajo creer que estábamos en el continente africano. El suelo era casi yermo y los árboles escaseaban. El terreno era muy llano y no se alcanzaban a ver montañas en los alrededores, ni siquiera lejanas hileras de colinas azules. Hasta que apareció un grupo de jirafas en la llanura. Y entonces mi mujer dijo: "Esto es como La Mancha con jirafas". No andaba muy descaminada.
Los bosques que adornan las orillas del Yukón canadiense se asemejan a los del parque de Yellowstone estadounidense, y las águilas calvas, los alces, los muflones y los osos negros de ambas geografías son primos lejanos. ¿Qué puede diferenciar al desierto del Sáhara del de Nubia o del de Sinaí? Nada, salvo los turbantes de sus tribus nómadas.
El Serengeti tanzano es igual que el Masai Mara keniano y el río Congo tiene tramos que recuerdan al Amazonas, además del mismo tipo de malaria, la letal PlasmodiumFalciparum. Las Montañas Rocosas son muy semejantes en Alberta y en Idaho, y las olas de las playas de Los Ángeles se alzan con la misma violencia mayestática que las de las costas del Pacífico costarricense.
Pero hay algunos paisajes en el mundo que no tienen parangón. El cráter tanzano del Ngorongoro, por ejemplo. O las selvas que rodean las ruinas de Tikal en Guatemala. O el Machu Picchu peruano. O las islas canadienses del Ártico que flanquean el Paso del Noroeste. O la espectacular Patagonia argentina. O el mar de encinas extremeño. O las rocas de las irlandesas islas de Arán sobre los acantilados atlánticos. O el juego de los verdes de los bosques asturianos. O..., o el lago Turkana. No he visto nada semejante a esa superficie lacustre que está enclavada en el norte de Kenia. Sin duda se trata de una extravagancia de la Naturaleza y es uno de los lugares más desolados del planeta. Lo que menos llama la atención es el color verde jade de sus aguas. Son así a causa de las algas de su fondo, porque el agua no tiene color en ninguna parte sino que refleja el que les presta el lecho en donde se agitan o remansan.
Lo primero que desconcierta del Turkana es el viento. No deja de soplar con violencia a ninguna hora y siempre es caliente o, mejor dicho, arde. Tal es su fuerza y, sobre todo, su pertinacia, que ya no existen apenas árboles en la zona, cansados de ser zarandeados sin descanso. Y los que sobreviven, en general acacias de espino, parecen cadáveres de troncos blancos, como osamentas arbóreas. Hay que acercarse a ellos y rascar en sus ramas para asegurarse de que siguen vivos.
Los habitantes de los míseros pueblos que habitan esta región africana muestran unas hondas arrugas que pudiera haber cincelado en sus rostros, desde niños, la fuerza de ese viento. La pobreza más atroz reina en sus poblados y el índice de mortalidad es realmente pavoroso. Hombres, mujeres y niños visten con harapos y las condiciones de higiene y sanitarias son mínimas.
El suelo es un campo de piedras redondas, negruzcas, que han sido dejadas allí por una explosión volcánica acontecida millones de años atrás. Pero puede uno llegar a sospechar que son las últimas huellas del famoso Big Bang.
Ese es el paisaje del lago Turkana. Y, sin embargo, sobre la desolación de la geografía, la miseria y el hambre de la gente, la violencia del viento y la agonía de la vida que retratan sus piedras se alza una hermosura inusitada.
¿Cómo alcanzar a entender que el mundo puede ser un lugar en donde el horror palpite abrazado por la belleza? No es justo, aunque sea real.
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