El inglés a los cincuenta por Carlos Carnicero
Estudiar inglés, en Inglaterra, después de los cincuenta es una magnífica forma de acercarse a un mundo que siempre ha estado allí.
Cuando Diana Krall se sentó al piano, el Palacio de Congresos de Madrid estaba lleno de un público al que le gusta que sus amigos crean que entiende de jazz y, sobre todo, que dispone de 100 euros para envidar esa apuesta. Después hubo preciosismo, poca música, menos esfuerzo y la prepotencia de una artista de éxito -que, haga lo que haga, lo obtendrá- que se dio el lujo de hablar y hablar en inglés, contando cosas de sus niños, y algo de su música, sin haberse tomado la molestia de haberse aprendido una frase para decir en español: "Buenas noches, Madrid". Los asistentes le rieron las gracias, aunque la mitad de ellos, por lo menos, no entendieron el sentido de lo que decía Diana Krall en sus constantes parlamentos.
Pertenecemos a una generación a la que Franco nos condenó a la incomunicación de ignorar idiomas porque en aquella España todo lo malo venía de fuera. Todo tiene remedio, incluso después de los 50. Ahora en Londres hay muchos latinos, pero la ciudad sigue con su propio pulso en el que el idioma representa una frontera que cuesta mucho traspasar. "Sumergirte" significa aguantar estoicamente la creencia de que después de seis meses de sufrir un aislamiento barroco, estrujando el cerebro para entender y expresarse, se producirá el día de la gran revelación en el que todas las cosas cobrarán un sentido. Nunca es tarde.
Volver a sentirse adolescente es poco más que el esfuerzo por hacerse entender en la negociación por alquilar un piso. Los ingleses de verdad, como Diana Krall, que es canadiense, no harán ningún esfuerzo por acercarse al español, porque siguen pensando que el mundo está hecho a la medida de los anglosajones, desde el convencimiento de que Dios sigue siendo norteamericano, aunque Barack Obama haya llegado a la Casa Blanca. Pero estudiar inglés, en Inglaterra, después de los 50, constituye una magnífica forma de acercarse a un mundo que siempre ha estado allí y por el que la generación que finge que ama el jazz -cuando lo que le gusta de verdad es la voz de Frank Sinatra- se dejaría cortar un brazo por levantarse pudiendo dirigirse a la Cámara de los Comunes con la aspiración de que los diputados ingleses le reprocharan sólo un acento irregular.
La ciudad es dura cuando se observa desde dentro; lejos del placer de un fin de semana realizando la rutina del Museo Británico -la exposición de la cultura azteca se nos queda corta a los grandes amantes de Latinoamérica-, comer en el último piso de la Tate Modern Gallery y asistir a un musical que también se programa en Brodway. El resto es la emoción de que por fin conoces las marcas de las cervezas inglesas.
La vida irá in crescendo, poco a poco, con la sorpresa diaria de una nueva y más rápida comprensión de lo que ocurre al lado. Todo irá mejorando, menos el clima. Y entonces, de repente, sin que haya sucedido nada aparentemente significativo, ocurrirá el milagro: se detendrá el Metro entre dos estaciones; por los altavoces informarán de que hay un grave problema en la estación de Rusell Square y que es necesario hacer un transbordo en King''s Cross. Y uno se levantará, en mitad del silencio solemne con el que los londinenses asisten a las contrariedades para no demostrar ninguna debilidad, y dará un grito latino de satisfacción, porque por fin habrá entendido lo que han dicho.
Ese día, por la tarde, hay que buscar inmeditamente la cartelera y comprobar dónde actúa, en el lugar del mundo que sea, Diana Krall, para salir volando y ver la actuación para reírle las gracias habiendo entendido su significado profundo. Si es que lo tiene.
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