ING por Javier Reverte
Este verano último se puso de moda un "ing" salvaje. Con guasa macabra, los medios lo bautizaron "balconing".
Una sociedad tan ávida de ocios como la nuestra, tan necesitada de novedades y de sorpresas, empezó hace ya unos pocos lustros a inventar nuevos deportes que, curiosamente, casi todos terminaban con el ing británico, una forma verbal que anda a caballo entre el infinitivo y el gerundio. El primero de todos fue el camping, la acampada, que era una forma muy antigua y tradicional de largarse al monte para pasar unos días durmiendo en el suelo. Pero luego comenzaron a llegar y a ponerse de moda otras formas más extrañas de deporte, como, por ejemplo, el rafting, una especie de remada salvaje por ríos turbulentos. O el parapenting, un vuelo individual en un aparato de pequeño motor y amplias alas que, visto desde tierra y en la lejanía, al principio de asomar por los cielos españoles nos parecía un extraño insecto gigante o un superviviente de los dinosaurios voladores. O el trekking, que por fortuna ya empezamos a traducir como senderismo o caminata al aire libre.
Después vinieron otros ing al mundo del riesgo y la aventura. Y el más peculiar de todos, en mi opinión, fue uno que en España, no sin cierta guasa, se calificó como puenting. Consistía en arrojarse desde lo alto de un puente al río, a una altura considerable, con los pies atados por una especie de soga fabricada con goma elástica. El asunto estaba calculado para que la soga solamente se estirase justamente hasta el punto en que la cabeza del saltador iba a entrar en contacto con el agua. En ese momento, la goma se recogía sobre sí misma y el deportista bailaba un rato en el aire impulsado por el vaivén de la soga. Creo que este ing fue inventado en Nueva Zelanda, o al menos yo lo contemplé allí por primera vez, en un viaje que realicé al país del kiwi hace una década, más o menos. Recuerdo que me invitaron a practicarlo en un río cercano a la ciudad de Queensland. Como comprenderá el lector, me negué educadamente.
Este verano último se nos puso de moda un ing salvaje, practicado, creo yo, por descerebrados, o por suicidas, o quizás sencillamente por borrachos, o por jóvenes amantes del exceso enganchados a las nuevas drogas de diseño. Con guasa macabra en esta ocasión, los medios de comunicación lo bautizaron como balconing y consistía en tirarse desde un balcón de un hotel a una piscina, a ser posible desde una altura de cinco, seis o siete pisos. Como ya sabemos por los periódicos, la mayor parte de los practicantes del nuevo deporte no rompieron ningún récord mundial sino que se rompieron simplemente la crisma y están casi todos cumplidamente muertos. Con todos los respetos a los muertos, podría decirse que se ganaron el féretro a pulso.
Todo este camino de excesos y riesgos da que pensar. Y tiene su traducción en el mundo del viaje de una manera curiosa. Hay gente que paga por que le preparen viajes llamados de riesgo, en donde le garantizan una emoción que, en ocasiones, puede conllevar un cierto riesgo de muerte. Recuerdo, por ejemplo, que durante las guerras yugoslavas hubo un par de agencias de turismo que intentaron organizar viajes a los frentes de combate. No sé si la idea llegó a ponerse en práctica, pero hubo mucha gente que se manifestó dispuesta a pagar por la experiencia.
¡Qué palabra: Experiencia! No sé si una sociedad como la nuestra nos aburre de tal modo que estamos dispuestos a pagar y a arriesgar lo que sea con tal de lograr una emoción distinta. No hace mucho tiempo, una agencia ofrecía la experiencia de vivir en una cuadra sin luz y sin agua, comiendo lo que se comía en Europa en el siglo XV, antes del descubrimiento de América, para experimentar la vida europea del referido siglo.
Somos bichos curiosos los componentes de la especie humana. Cuando empezó el turismo a finales del siglo XIX y comienzos del XX, la gente adinerada pagaba fortunas por ir a lugares exóticos con todas las comodidades posibles. Ahora, muchos pagan lo que les pidan con tal de pasar incomodidades e, incluso, jugarse la vida.
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