Amable Guinea, por Javier Reverte
¿Por qué el Gobierno español gasta millones en asistencia cultural a un país inundado de millones y que nos odia?
Si hay un país que detesto en África, ése no es otro que Guinea Ecuatorial, la antigua Guinea española. Como casi todo el mundo sabe, Guinea es un pequeño territorio, no mucho más grande que Galicia, que en los últimos años se ha visto agraciado por la más importante de las loterías de nuestra época: el hallazgo de petróleo. Sus reservas de oro negro son las más abundantes de África después de Nigeria. Pero si bien esta última nación supera la cifra de ciento sesenta millones de habitantes -es el país más poblado de África y el séptimo del mundo-, en Guinea Ecuatorial la cifra no sube mucho más allá del millón. A Guinea, sin embargo, le iguala una característica con Nigeria: la desigualdad en el reparto de la riqueza. Se calcula que, en los dos países, la mayoría de sus habitantes sobrevive con un dólar al día. Eso en tanto que, por ejemplo, en Lagos, capital de Nigeria, el rey se sienta en un trono labrado en oro puro, comprado con los enormes beneficios del petróleo.
Teodoro Obiang, el dictador guineano, era un modesto oficial del ejército cuando en el año 1979 encabezó el golpe que derrocó a su tío Francisco Macías, el primer presidente del país tras proclamarse la independencia en el año 1968. Macías fue fusilado veinte días después, acusado de genocidio, ya que durante sus nueve años de mandato al menos provocó la muerte o la desaparición de unos 50.000 guineanos. Muerto el tirano, Obiang, llenándose la boca con promesas democráticas, se puso al frente de un pobre país cuyas únicas fuentes de sustento eran el cacao y la madera. Visitaba con frecuencia España y, hasta tal punto era frágil la economía de su país, que el Gobierno de Madrid le regalaba sus uniformes. Muy pronto, no obstante, las promesas democráticas de Teodoro Obiang se esfumaron, derivando hacia un absolutismo sin fisuras y proclamándose presidente vitalicio. Una de sus primeras decisiones fue alejarse de la órbita de influencia española, acercándose a la francesa y, posteriormente, a la norteamericana. Madrid, no obstante, siguió soltando grandes cantidades de dinero para ayudar a su antigua colonia.
Y en el año 2000 llegó el petróleo. Y miles de millones de dólares llovieron sobre Guinea. O no..., para ser más exactos habría que decir otra cosa: miles de millones de dólares llovieron sobre Obiang, sus familiares y sus allegados. Y el país es hoy una suerte de finca privada del dictador, bien protegido por Francia -que controla todas las inversiones en comunicaciones- y por los Estados Unidos, beneficiarios prioritarios de su petróleo. Entretanto, la mayoría de los pobladores de la república sobreviven con un dólar al día en arrabales miserables e insalubres. No hay periódicos ni una televisión que informen sobre la realidad social, no hay vida cultural alguna y la poca oposición política que emerge en el país acaba en la cárcel o el exilio. Y tal situación genera estrambóticos personajes como Teodorito, el hijo del dictador, cuyas mansiones en ciudades como París o Nueva York -lo supimos hace unos pocos meses, cuando su casa en la capital francesa fue registrada por la Policía- esconden automóviles, mobiliario y joyas que están valorados en cientos de millones de euros.
A los españoles se nos trata particularmente mal en el país. No solo por parte de las autoridades y la Policía sino incluso por la mayoría de la población, cuyo cerebro ha sido convenientemente lavado por el régimen. De ese modo, la estancia en Guinea se nos vuelve extraordinariamente incómoda. Las tradicionales simpatía y hospitalidad africanas no existen en nuestra ex colonia.
Por eso me pregunto: ¿por qué el Gobierno español gasta varios millones de euros en asistencia cultural a un país inundado de millones de euros y en donde a los españoles poco menos que se nos escupe por la calle?
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