Ruta 61: la carretera que lleva tatuada la historia de la música estadounidense
La historia de la música estadounidense está tatuada en esta vieja carretera. Desde el canto roto en los campos de algodón hasta las grandes leyendas del jazz, el soul y el rock and roll. De Nashville a Nueva Orleans, emprendemos un viaje sonoro y emocional por el territorio que sigue el curso del legendario río Mississippi.
Un desgarrado lamento que habla de derrotas y de añoranzas. Una armónica que corta el aire denso. El blues nació a la orilla del Mississippi y avanzó lentamente desde el sur. Fue el canto roto de la esclavitud. La música que se entonaba con el alma. El ritmo que se filtraba por las grietas del ingrato trabajo en los campos de algodón. The sun gonna shine in my back door some day / The wind gonna rise and blow my blues away [El sol brillará en mi puerta trasera algún día / El viento se levantará y se llevará mi tristeza].
Escarbar en las raíces de este género universal es emprender un viaje iniciático por la Ruta 61, allí donde resuenan aquellas notas que, según el musicólogo Alan Lomax, “aullaban como un perro rabioso en mitad de las plantaciones”. Esta vieja carretera, también llamada Blues Highway, lleva tatuada la historia de la música estadounidense. En sus márgenes perviven los tugurios que convirtieron en leyenda a Elvis Presley, el estudio donde se grabó la primera canción de rock and roll, los clubes en los que tronó la trompeta de Louis Armstrong.
De Nashville a Nueva Orleans (aunque el punto de partida sería Chicago), el trayecto por esta América de cuneta y de neón lleva consigo una eterna banda sonora. De blues amargo y visceral, pero también de country, de soul, de góspel, de jazz. Música que ahonda en las cicatrices abiertas el siglo pasado en un mundo sacudido por el racismo. Porque esta autopista, a la que Bob Dylan homenajeó en su álbum Highway 61, también habla de la segregación racial, de la eclosión de los derechos civiles, del despertar de la población negra de los estados sureños que se atrevieron a soñar, como Martin Luther King, con “aquella nación en la que nadie será juzgado por el color de su piel”.
En su trazado de asfalto, la Ruta 61 sigue el curso del Mississippi, el río magnificado por las novelas de Mark Twain, el espejo de esta parte del planeta unas veces romántica y luminosa, otras tantas oscura y cruel. Es lo que llaman la región del Delta, que no debe confundirse con el delta geográfico de la desembocadura. Esta franja llana y fértil ha quedado ligada para siempre a la música popular.
Nashville, la cuna del country
Luce el sol de buena mañana y en un garito cualquiera de Nashville una guitarra evoca a Johnny Cash. Suena I walk the line con una voz afilada. La capital del estado de Tennessee es la primera parada, pese a alejarse del emblemático río para recostarse sobre el Cumberland. Tiene que serlo, puesto que se trata de la City Music, la cuna del country, personificado como nadie por el hombre de negro. Aquí donde la noche hierve en los honky-tonks entre botas puntiagudas y sombreros de cowboy, un museo honra su memoria, junto a la de otros músicos que llegaron un buen día sin nada más que una guitarra y un sueño. Todos pasaron por Broadway, el epicentro de la música en vivo. Incluida Taylor Swift, quien antes de alzarse al trono del pop, se atrevió a revitalizar este género que parecía pasado de moda. Hoy esta calle es la meca de estos ritmos tan genuinamente americanos, nacidos al calor del whisky y la madrugada.
A Nashville se viene a empaparse del ambiente tejano. A visitar museos tan interesantes como el de la Música Afroamericana. A atiborrarse a hot chicken, el pollo frito picante que, junto a las barbacoas y lo que llaman los meat-and-three (carne con tres acompañamientos), constituyen la base gastronómica. Pero, fundamentalmente, se viene a revivir mitos, como lo haremos a lo largo de esta ruta tan sonora como emocional. Empezando por el Ryman Auditorium, donde tuvo lugar la mítica transmisión de radio llamada Grand Ole Opry. Y terminando por el sello RCA Studio B, donde Elvis Presley grabó unas 200 canciones y donde Dolly Parton llegó tan nerviosa a registrar las suyas que chocó su coche contra la fachada. Después, cuando la noche caiga y palpiten estridentes las luces de neón, habrá que colarse en una jam session en la que, de pronto, puede tocar una leyenda del mañana. Ocurrió una vez con un tal Jimi Hendrix.
Atrás dejamos este paréntesis de country para regresar a la carretera del blues, que avanza renqueante hacia Memphis en un recodo del Mississippi. En el coche suena Suspicious Minds para anunciar que entramos en el reino de Elvis. Fue aquí donde llegó desde Tupelo, con la ropa raída y la guitarra a cuestas, para mostrar unas canciones que a casi nadie interesaban. Logró grabarlas en Sun Records, el estudio que presume de ser “el lugar del nacimiento del rock ‘n’ roll”. Fue así como comenzó el mito. Visitar hoy este edificio de ladrillo, elevado a la categoría de santuario, no solo permite retratarse con el micro que capturó la voz del Rey, sino también contemplar las fotos de otros músicos que pasaron por allí, tales como Muddy Waters, Roy Orbison o Jerry Lee Lewis. En otro estudio, Stax Records, reconvertido en el Museo del Soul, emociona descubrir la sala donde Otis Redding inmortalizó Sittin’ on the dock of the bay.
Puestos a seguir con la mitomanía, hay que desayunar en Arcade, el restaurante más antiguo de la ciudad, fundado por una familia griega en 1919. Era el favorito de Elvis, que solía sentarse en la mesa de la esquina a zamparse un sándwich de plátano y mantequilla de cacahuete. Y, claro, hay que acercarse a Graceland, el edificio civil más visitado del país después de la Casa Blanca. Hay que hacerlo porque esta mansión, que fue desde 1957 el refugio del cantante inmortal, esconde las claves para entender su vida privada y, con ello, su conversión en un icono cultural. Desde excentricidades varias, como la colección de Cadillacs o la habitación de la selva, hasta el propio jardín donde está enterrado junto a su familia.
Más allá de la alargada sombra del rock ‘n’ roll, otras músicas han trazado en Memphis una estela indeleble. Como la de aquel virtuoso Riley Ben King que, de tanto tocar en los clubes de Beale Street, le empezaron a llamar Beale Boy y finalmente, B. B. King. En esta calle, centro neurálgico del blues, un local lleva su nombre y sorprende con un sofisticado restaurante sobre la escalera de incendios. Alfred’s y Rum Boogie Café son otros locales ineludibles en esta famosa avenida. En el último se pueden admirar hasta 300 guitarras originales (de Sting, Alice Cooper, Aerosmith…), que lucen colgadas del techo a modo de jamones ibéricos.
Pero también en lo extramusical Memphis consigue arañar el alma. Porque fue aquí, en el motel Lorraine, donde Martin Luther King fue asesinado el 4 de abril de 1968. Hablaba con otros activistas en el balcón de la habitación 306 cuando, de pronto, una bala le atravesó la garganta. Fue así como el líder del movimiento pacifista, el icono de la lucha por la justicia social, el autor de los discursos más coherentes del siglo XX, vio como su voz se apagaba para siempre. Hoy este alojamiento, que conserva triunfante su neón, es el Museo de los Derechos Civiles, erigido no solo en honor del reverendo, sino en el de todos los afroamericanos. Un símbolo de reflexión sobre el dolor y la vergüenza.
Impregnado de esa melancolía, el viaje prosigue entre campos de algodón, casas con el porche porticado, solitarios cruces de caminos. Al pie de la Ruta 61 asalta la América profunda de carreteras infinitas, tanques de agua abandonados, moteles que se alzan en tierra de nadie. Así entramos en Tunica, ya en el estado de Mississippi, donde una antigua estación de tren con la madera carcomida nos vuelve a recordar que estamos where the blues begins. Aquí, en lo que hoy es el Museo y Centro de Visitantes del Blues, una mujer con cierto parecido a Aretha Franklin nos señala en un mapa los hitos del Delta, mientras apura un cigarrillo con parsimonia.
Y Robert Johnson vendió su alma al diablo
Antes de llegar a Clarksdale, un escalofrío nos sacude en el cruce entre la 49 y la 61. Este crossroad es el punto exacto donde se dice que el guitarrista Robert Johnson vendió su alma al diablo a cambio de alcanzar la gloria. Una leyenda que fue acrecentada por su muerte prematura, un día cualquiera de 1938, cuando el diablo vino a cobrarse su deuda. Fue el primero de los músicos que se unió al Club de los 27, formado por célebres figuras fallecidas a esa misma edad (Janis Joplin, Jim Morrison, Kurt Cobain…). Quién sabe si sobre ellas hubo idéntico pacto diabólico.
Clarksdale es uno de esos lugares que, a simple vista, pueden resultar amenazantes. Una ciudad que ha hecho de la falta de recursos un estilo propio y decadente que los sureños llaman hole in the wall. Muros desconchados, intrincados postes de luz, automóviles oxidados. No se ve a nadie por la calle y los restaurantes permanecen cerrados en este domingo plomizo. Pero de alguna manera se respira la esencia del blues. Como si por los callejones se escurriera un canto lastimero.
Para no olvidar la consagración a este género, el Mississippi Blues Trail ha sembrado las calles de carteles que honran a figuras como Son House, Ike Turner o Sam Cooke. Pero nada nos recuerda mejor dónde nos encontramos que el legendario Ground Zero, el club abierto por Morgan Freeman junto a una antigua estación de tren. Aquí donde no queda un milímetro de pared, barra o mesa que no esté pintarrajeado, descubrimos el sabor de los tomates verdes fritos, mientras una guitarra clama en el escenario del fondo.
La lluvia nos alcanza en la Blues Highway, que a veces se desvía por caminos solitarios que conducen a ninguna parte. En uno de ellos aparece la silueta de Po’ Monkey’s, un juke joint viejo y apuntalado, como si fuera a derrumbarse en cualquier momento. Los juke joint son auténticas reliquias del Delta. Bares informales que fueron el punto de encuentro de los negros al fin de la jornada laboral para cantar, bailar, socializar y olvidar la dureza del día. Aunque todos han ido desapareciendo, Po’ Monkey’s logró sobrevivir hasta el siglo XXI y convertirse, en la década de los 90, en un foco de atracción para melómanos del mundo. Hoy, cerrado y mudo en medio del campo, encierra una estampa de nostalgia.
El hilo musical de Jackson
A Jackson se le conoce como la black city porque el 82 % de su población es afroamericana. También como la freedom city porque fue el hogar de los héroes de la justicia social. Fueron hombres y mujeres corrientes quienes, con su callada resistencia, lograron cambiar el curso de la historia. Para entenderlo está el Museo de los Derechos Civiles de Mississippi, un emotivo centro donde se teje la historia de la gente negra, desde la trata transatlántica de esclavos hasta la plena obtención de sus derechos. Pero también la música, claro, impregna el alma de esta ciudad, como si en tiempos de desigualdad, fuera ella quien recordara que todos somos iguales. Especialmente en Farish Street, el distrito que fue el corazón los desarraigados y que hoy tiene en Frank Jones Corner el templo de la nocturnidad. Se trata de otro juke joint en el que blues, jazz y géneros más actuales componen el hilo musical. No faltan los estudios de grabación como Malaco Music, conocido como “el último sello del soul”, que se jacta de ser la discográfica independiente más antigua de la historia americana.
En Jackson recorremos el barrio alternativo de Fondren y devoramos la mejor hamburguesa del estado. Pero ya Nueva Orleans se perfila como una meta irresistible. Regresamos a la Ruta 61 y abordamos su último tramo rememorando los cuentos de Eudora Welty, las novelas de William Faulkner, las obras de teatro de Tennessee Williams. Literatura que hunde sus orígenes en esta tierra que dejamos atrás para ingresar en Luisiana, donde enseguida se deja sentir el influjo criollo.
Bandas en plena calle, coloridos desfiles, música que es un perpetuo estado de ánimo. Estamos en la ciudad del jazz, donde Estados Unidos se convierte en algo diferente. Será por el aire bochornoso, por la belleza colonial, por la gastronomía cajún o por la tolerancia que parece supurar de todos los poros de la ciudad, pero aquí el sueño americano se pinta con alegría de vivir. Puede que Bourbon Street haya perdido algo de fuelle, pero ahí sigue el French Quarter como una evocación a los dorados años 20 y 30, con sus noches locas en garitos legendarios. Y ahí siguen los tranvías culebreando entre coloridas fachadas. Y los barcos de rueda agitando lentamente sus aspas en el Mississippi. Ahí sigue la voz quebrada de Louis Armstrong musitando la eterna nostalgia por su ciudad natal: “Do you know what it means to miss New Orleans…” [Sabes lo que significa echar de menos Nueva Orleans...].