Big Sur, uno de los lugares más hermosos de la Tierra y refugio de Taylor Swift

Esta franja costera del centro de California alberga juníperos y secuoyas, cóndores y leones marinos, acantilados y playas vírgenes, y ha servido de refugio a ermitaños y nómadas tan ilustres como Henry Miller, Jack Kerouac o Robinson Jeffers.

Big Sur debería estar en el ideario de cualquier viajero que se precie.
Big Sur debería estar en el ideario de cualquier viajero que se precie. / Istock / Frederick Thelen

Un lugar en el que hacer surf y senderismo, en el que montar a caballo, encaramarse a algunos de los promontorios más espectaculares del mundo, bañarse en playas vírgenes de arena púrpura a la sombra de caprichos geológicos, seguir el curso de riachuelos indómitos que se precipitan en el océano, disfrutar del fragante aroma de las coníferas, sumergirse en arroyos de aguas sulfurosas, avistar cetáceos migratorios desde lo alto de colinas rebosantes de secuoyas, visitar las cabañas en que encontraron refugio escritores, poetas, músicos y fotógrafos ilustres.

Santa Cruz.

Parque de atracciones en Santa Cruz.

/ Israel Gutier

Así es Big Sur, un principado alpino o una Escocia virgen a orillas del Pacífico, según solía decir Henry Miller. El lugar en que se esconden Taylor Swift o Vanessa Hudgens cuando quieren rodearse de belleza abrupta y que el mundo las pierda de vista. Un retiro espiritual para Emma Watson, Natalie Portman, Sting o Lars Ulrich. El paraíso forestal en que Elizabeth Taylor y Richard Burton disfrutaron el rodaje de Castillos en la arena, el más plácido y hermoso de sus vidas, en opinión de Taylor. El sitio, en fin, en que Doris Day decidió dejar el mundo del espectáculo y dedicarse al activismo animalista, Orson Welles se reconcilió con la cocina californiana (en el mítico restaurante Nepenthe), Jimi Hendrix sirvió en las fuerzas armadas, Salvador Dalí se abstrajo de la guerra mundial, Flea (bajista de los Red Hot Chili Peppers) encontró la paz espiritual y Alanis Morissette escribió una de sus mejores baladas.

Para Lillian Bos Ross, que vivió en este páramo de fantasía entre 1939 y 1959, Big Sur era “la capital de la California clandestina”. Más que un lugar, añadía, era un “estado de ánimo”. A Big Sur, por la recién inaugurada (en 1937) ruta estatal número 1, acudían los disidentes de la “quejumbrosa y materialista civilización estadounidense” para extasiarse ante el vuelo del cóndor en la meseta de Los Padres y alcanzar instantes de epifanía en el chaparral o a la sombra de las secuoyas.

Carmel-by-the-Sea.

Carmel-by-the-Sea.

/ Israel Gutier

Bos Ross, escritora y galerista, se instaló con su marido, el ebanista Harry Dick Ross, en Livermore Ledge, una espectral residencia costera no muy alejada de Salinas y Monterrey. Allí pasaron una larga temporada alimentándose de salmón, orejas de mar (un tipo de molusco de roca muy abundante en la zona), bayas silvestres y la miel y los huevos que les vendían sus únicos vecinos, una pareja de modestos agricultores. El 11 de diciembre de 1941, cuatro días después del ataque a Pearl Harbor, Lillian escribió en su diario: “Un submarino japonés ha intentado hundir una goleta de madera en la playa de Pfeiffer, a muy pocos kilómetros de casa”. Y a continuación, se preguntaba: “¿Cómo es posible que la guerra nos haya acabado encontrando, pese a lo bien que nos hemos escondido de ella?”.

Jack Kerouac, Henry Miller, Hunter S. Thompson, Edward Weston y el resto de inquilinos ilustres de estas tierras hubiesen estado de acuerdo con Ross en que Big Sur era el lugar idóneo para esconderse de todo, incluso de la armada imperial japonesa.

Reserva natural de Point Lobos.

Reserva natural de Point Lobos.

/ Israel Gutier

Hasta 1945, esta franja costera al pie de las montañas de Santa Lucía, entre el sur de la ciudad de Carmel y el norte de San Simeón, en el condado de San Luis Obispo, contaba con dos centenares escasos de residentes censados, granjeros, pescadores y bohemios en su mayoría, cuando no forajidos y ermitaños. Ranchos españoles antes prósperos, como los de Milpitas, Munrás o El Sur Chiquito, fueron abandonados gradualmente en cuanto remitió la fiebre del oro de la última década del siglo XIX y el terremoto de 1906 devastó la zona. Mientras Los Ángeles y San Francisco crecían hasta convertirse en dos de las ciudades más prósperas y dinámicas del planeta, la franja costera intermedia languidecía sin remedio.

Bixby Creek Bridge.

Bixby Creek Bridge.

/ Israel Gutier

Poetas como Robinson Jeffers habían dedicado poemas a este “último refugio de la secuoya” y Jack London había hecho visitas frecuentes a caballo desde el rocoso valle de la Luna. Pero tuvo que ser una obra de ingeniería, la carretera panorámica que serpentea, aún hoy, entre cerros, colinas y acantilados, la que recuperase el lugar para el gran mundo.

Siguiendo esa vía de asfalto aterrizó aquí, en 1947, el también escritor Henry Miller, al que atrajo la lectura de The Stranger, la mejor de las novelas bucólicas sobre Big Sur escritas por Bos Ross. Miller dedicó su ensayo autobiográfico Big Sur y las naranjas del Bosco a este lugar “de una virginidad atroz y conmovedora” que le recordaba “a algunos rincones del litoral de Escocia”, con sus “elocuentes silencios” y majestuosos cañones a orillas del océano “en que el halcón, el buitre y el águila” se elevaban entre nubes litorales “como enormes burbujas de jabón iridiscente”.

Piscina de Neptuno del Castillo Hearst, cerca de San Simeón.

Piscina de Neptuno del Castillo Hearst, cerca de San Simeón.

/ Israel Gutier

“Esta es la California con la que los hombres vienen soñando desde hace siglos”, escribió Miller en un rapto de misticismo fervoroso, “el Pacífico tal y como lo contempló Núñez de Balboa desde el Pico de Darién, la faz de la Tierra con el aspecto que el Creador quiso darle”. Siguiendo sus pasos acudió aquí también Jack Kerouac en 1961, invitado a la cabaña que su amigo, el poeta Lawrence Ferlinghetti, tenía en Bixby Canyon. Kerouac entró con mal pie en esta sucursal del cielo en la tierra. Se jugó el pellejo cruzando a pie, a altas horas de la madrugada, el puente de Bixby, un arco de cemento y piedra que se eleva 85 metros sobre el Pacífico, y así lo contó en Big Sur, la crónica (teñida de ficción) del descenso a los infiernos del alcoholismo y la depresión que acabaría viviendo, muy a su pesar, en la California “clandestina”.

La tierra de las paradojas

Big Sur es, en definitiva, un lugar sobre el que se ha escrito tanto (y tan bien) que resulta poco menos que inevitable aproximarse a él con las alforjas cargadas de literatura. Michael Chatfield, periodista residente en Carmel, lo describe como “la tierra de las paradojas”, un lugar de una belleza “salvaje y romántica”, con un clima “tan bucólico como brutal”, habitado por una comunidad de “ermitaños celosos de su intimidad, pero a la vez acogedores y amables”, dotado de un espíritu “tan montaraz como etéreo”. El patio trasero de un par de ciudades “frenéticas” en el que se vive sin prisa, a “ritmo caribeño”.

Playa en Santa Cruz.

Playa en Santa Cruz.

/ Israel Gutier

Hablamos de una estrecha franja litoral de 120 kilómetros de largo, con una superficie aproximada de 1.500 kilómetros cuadrados, alrededor del triple del Principado de Andorra. Aquí encontramos una estimulante sucesión de suaves praderas, montes azotados por el viento oceánico, vertiginosos acantilados, imponentes rodales de árboles centenarios, arroyos balbuceantes que las tormentas del invierno transforman en cascadas enfurecidas. En resumen, tal y como lo describe Chatfield, “una de las más asombrosamente bellas encrucijadas de mar y montaña que pueden encontrarse en el mundo”. 

Para asomarse a sus tesoros ocultos hacen falta un mínimo de tres o cuatro días de minucioso recorrido, a ser posible entre finales de marzo y mediados de noviembre, aunque el corto periodo de lluvia intensa y vientos feroces tiene también su encanto. En función del tiempo disponible, uno puede limitarse a recorrer el corredor a orillas del Pacífico o adentrarse también en la escarpada serranía litoral, con lugares tan hermosos como el parque forestal de Los Padres, refugio del cóndor, el lince rojo y el coyote.

Malibú.

Malibú.

/ Israel Gutier

Esta última opción, la del menú completo de mar y montaña, permite también coronar los picos de Junípero Serra, Cone o Ventana Double, que son como discretas cumbres pirenaicas que mojan sus pies en el mar. Desde la orgullosa cima del Junípero, que lleva el nombre del sacerdote mallorquín que exploró la Alta California a mediados del siglo XVIII, se disfruta de majestuosas vistas de gran parte de Big Sur, entre peculiares plantas autóctonas de las montañas de Santa Lucía como el lupino californiano o el cuajaleche. A partir de allí, un corto descenso por el sendero forestal de Santa Lucía conduce al corazón de Big Sur.

Del hogar de los madroños a la arena púrpura

Gran parte del territorio lo constituyen espacios protegidos como el parque nacional de Pfeiffer o el de Andrew Molera. El primero, conocido como “el Yosemite en miniatura”, alberga un jardín botánico repleto de madroños, secuoyas rojas, encinos y laureles de California. Aquí habitaron durante más de un milenio los esselen, una tribu de cazadores y recolectores indígenas que pobló el litoral y la cordillera hasta su práctica desaparición, a finales del siglo XVIII.

Gran parte de los (escasos) vestigios que se conservan de su cultura material fueron encontrados en el parque Pfeiffer, junto al cauce del Big Sur River, en cuyo delta hay hoy espléndidas y muy fotogénicas playas parcialmente abiertas al público. La más célebre, cada vez más presente en Instagram, es la que se forma al pie de la bella cascada de McWay, una de las contadas caídas de agua que van a parar directamente al mar en este tramo central de la costa californiana.

Santa Bárbara.

Santa Bárbara.

/ Israel Gutier

En el Andrew Molera, dos rutas se asoman a los acantilados y permiten acceder a la histórica cabaña de John Cooper, comerciante de pieles que se estableció aquí en 1860, y a algunas de las calas más aptas para practicar surf. El tercer parque natural de visita obligada es el de Garrapata, a apenas 10 kilómetros de Carmel, muy notable por la presencia en sus aguas de lobos marinos (cuyos lomos castaños, tendidos indolentemente como alfombras sobre las rocas de la costa, entusiasmaban a Lillian Bos Ross), focas moteadas y nutrias marinas. En el horizonte se distinguen con frecuencia las siluetas de las ballenas grises en sus rutas de migración anual.

Edward Weston, fotógrafo errante que pasó las últimas décadas de su vida en Carmel, retrató hasta el último rincón de las playas junto al delta del río Garrapata, descrito por Gaspar de Portolá, el militar catalán que exploró estas tierras en 1969, como “uno de los lugares más hermosos de la Tierra”. Aquí vivieron durante siglos los integrantes de las tribus ohlone, bautizados por los españoles como indios costanos, y aquí se establecieron tanto el enorme rancho San José y Sur Chiquito como la primera cala nudista de la que se tiene noticia en California.

Algo alejada de la ruta principal, pero cada vez más popular y concurrida, por su excepcional atractivo, es la Pfeiffer Beach, una cala virgen de vistosa arena púrpura, fruto de la alta concentración de partículas de manganeso en las colinas que la rodean. En ella está también la Keyhole Rock, uno de los rincones más fotografiados del litoral. Se trata de una peculiar roca situada en el extremo meridional de la playa, en la laguna que forma la desembocadura de Sycamore Creek. Weston, enamorado de la peculiar manera en que la apertura en la base de esta maravilla geológica filtraba la luz del crepúsculo, dejó escrito que Keyhole Rock era “un delicioso capricho de la naturaleza”.

Muelle de Monterrey.

Muelle de Monterrey.

/ Israel Gutier

El lugar en que Rita Hayworth fue de pícnic

Menos insólita, pero también muy recomendable, resulta Sand Dollar, la playa desde la que se asoma al océano la gran reserva forestal de Los Padres. Rita Hayworth y Orson Welles frecuentaban en la década de 1940 este largo arenal hoy dotado de zona de aparcamiento y área de barbacoa y pícnic. A muy poca distancia está Jade Cove, una cueva que contiene el mayor depósito subterráneo de piedra nefrita, la variedad más común de jade.

La inusual abundancia de estas rocas ornamentales derivadas de las fibras de calcio acabó dando pie a la celebración, desde 1989, de un gran evento anual, el Big Sur Jade Festival, que sirve de escaparate a artesanos locales y ofrece muy recomendables paradas gastronómicas y música en directo. Su sede es el municipio de Gorda, a apenas cinco kilómetros de la cueva.

Misión San Carlos Borromeo de Carmelo en Carmel-by-the-Sea.

Misión San Carlos Borromeo de Carmelo en Carmel-by-the-Sea.

/ Israel Gutier

Un poco más al sur, en el área de Loma Vista, ya muy cerca del límite septentrional de Big Sur y el área de Carmel, está otro de los centros de interés cultural de la zona, la Biblioteca Conmemorativa Henry Miller. Se construyó como residencia para el gran ermitaño de las letras a mediados de la década de 1960. Al fallecer el escritor en 1980, se convirtió en una galería pensada para que los artistas locales exhibieran su trabajo y hoy custodia un amplio catálogo de libros, cartas personales y manuscritos de su antiguo huésped.

Administrada en su día por Emil White, íntimo amigo y confidente de Miller, la Biblioteca corre ahora a cargo de un patronato del que forma parte la artista y poeta Patti Smith. Estos días organizan eventos, como un festival del solsticio de verano, jornadas de micrófono abierto, exposiciones colectivas o encuentros literarios, pero sus responsables insisten, no sin humor, en que su propósito consiste en “promover de manera pasiva y contemplativa todo aquello que entusiasmaba a Henry Miller, del amor libre al arte, la conversación, la extravagancia, la diversidad, la buena comida o la libertad de pensamiento, pero sin perder de vista que esto es Big Sur, y que en este rincón del mundo se trata de hacer lo menos posible”. O de hacerlo todo, pero a un ritmo compatible con la vida. Y prestando la atención que merecen al vuelo de los cóndores y la sombra de las secuoyas. 

Morro Bay.

Morro Bay.

/ Israel Gutier

Claves para disfrutar de Big Sur

Cómo llegar. Son cinco los aeropuertos desde los cuales se puede acceder a Big Sur. El más cercano es el regional de Monterrey, desde el que parten autobuses de línea y trenes de cercanías con destino a Salinas o el valle de Santa Clara. A pocas horas de carretera están los aeropuertos de San Francisco, Los Ángeles, Oakland o San José.

Cómo desplazarse. Dos líneas de bus recorren la franja litoral desde su extremo norte, en Bixby Bridge, hasta el restaurante Nepenthe entre mayo y septiembre, pero la mejor opción suele ser alquilar un coche en San Francisco, Monterrey o Carmel. 

Dónde quedarse. El último refugio de la secuoya cuenta con hoteles magníficos como el Post Ranch Inn, el Big Sur Lodge, el Ventana Big Sur, el Glen Oakes o el Treebones Resort. 

Dónde comer. El mítico Nepenthe, con su delicioso costillar de ternera y el apple pie que hacía las delicias de Orson Welles, bien merece una visita, pero existen buenas alternativas como The Sur House, Sierra Mar, Deetjen’s o la más informal Fernwood Tavern.

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