Huevos milagrosos, por Jesús Torbado

En la catedral de Santo Domingo de la Calzada vive una pareja de gallináceas por un milagro acaecido hace casi 600 años.

Huevos milagrosos, por Jesús Torbado
Huevos milagrosos, por Jesús Torbado

Uno de los milagros más ruidosos y populares del Medioevo hispano ocurrió hace 900 años en un poblado que entonces no tenía nombre, porque ni siquiera existía. Se discute todavía si su autor fue el señor Santiago de Compostela o un santo Domingo, que más tarde se apodaría De la Calzada y daría nombre a esa pequeña ciudad riojana, hoy tan hermosa, hospitalaria y grata. Los habitantes de la misma andan este año celebrando con mucho entusiasmo los nueve siglos de su existencia y de la muerte de su venerado fundador, a quien por todas partes en este municipio llaman sencillamente "El Santo".

Han repetido en el mes de mayo sus famosas fiestas anuales, han abierto un muy eficaz centro de interpretación del Camino de Santiago, han pedido que sus tierras se inscriban en la Denominación de Origen del rioja (aunque por el momento cultivan poca viña), han terminado de darle un profundo lavado de cara a su catedral, que resulta en verdad muy bella, y a su torre exenta, que está plantada en medio de la calle, y, en fin, parecen absolutamente decididos a agarrarse al porvenir con el mismo vigor que lo han hecho con el pasado.

Precisamente aquel famoso milagro sigue atrayendo cada año a miles de personas, y no sólo del oficio peregrino. El portento, con matices distintos, se contaba en varias partes y al principio se situaba sobre todo en la ciudad gala de Toulouse (donde, por cierto, se consideraba entonces que estaba enterrado Santiago). Pero en 1417 un noble francés llamado Nompar II de Caumont, sorprendido de ver en la iglesia de Santo Domingo un gallo y una gallina blancos a los que perseguían los peregrinos para arrancarles las plumas, escuchó una versión del milagro mucho más rica y matizada. En resumen: un matrimonio peregrinaba a Compostela y llevaban con ellos a un hijo "muy guapo mozo"; una sirvienta de la posada, "presa de amorosas cadenas", intentó acercarse a su cama, mas él la rechazó. En venganza, la chica escondió en su escarcela un tazón de plata y al poco de irse los peregrinos avisó a la justicia de que habían robado; hallado el objeto en su poder, un juez sin muchos remilgos condenó a la horca al joven. Los padres continuaron su marcha y ya de regreso, dos o tres meses más tarde, vieron que su hijo seguía colgado del árbol y les hablaba. Acudieron al ponzoñoso juez y éste les contestó que les creería cuando viera que un gallo y una gallina, que le estaban asando para la comida, saltaran de la sartén y se lanzaran a piar. Así lo hicieron las aves, revestidas enseguida de blanco plumaje. El juez acudió con sus ayudantes ante el árbol y manda que liberen al desdichado y cuelguen en su lugar a la arpía maritornes.

Desde entonces, es decir, desde hace casi 600 años, vive siempre en la iglesia una pareja de gallináceas, acogida a un elegante gallinero -con calefacción propia- en la nave principal. Un paisano local llamado Víctor se ocupa de alimentarlas y de mudar a las aves por otras iguales cada tres semanas más o menos (de otro modo morirían en el encierro). Hay quien cree que las que allí cantan y revolotean, para admiración de los fieles, son descendientes directas de las que saltaron de la cazuela, y otros incluso de que son esas mismas, en nuevo prodigio de supervivencia.

En todo caso, tienen muchos admiradores y el amo del corral, que acoge a todos los repuestos, ha de regalar los huevos que en él aparecen, sin derecho a cobrar por ellos. Muchos se los piden como regalo, fiados de sus poderes. Eruditos locales cuentan hoy historias maravillosas, pues Santo Domingo, aún metido en un precioso sarcófago en la zona más visible de la catedral, sigue estando realmente vivo en la ciudad. Como la de unos padres gallegos que lograron un par de huevos de la santa gallina blanca; llegados a su casa hicieron con ellos una tortilla y se la dieron a comer a un hijo aquejado de incurable mal. Pero hubo suerte. Antes de transcurrido un mes, regresó la piadosa pareja, anegados en lágrimas de agradecimiento y llevando en brazos dos aves blancas para incrementar los repuestos del gallinero. Y allí siguen ahora, en la preciosa catedral, ésas u otras, dejando caer alguna pluma para los peregrinos, que las enhebran en sus chambergos, y encantando con su historia a los viajeros.

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