Mino y los osos, por Jesús Torbado

Mino, el alcalde de Somiedo, no quiere que se moleste a los osos pardos de esta zona. Que vivan como les plazca.

Mino y los osos, por Jesús Torbado
Mino y los osos, por Jesús Torbado

La relación entre los humanos y el resto de los animales vivos ha sido siempre un prodigio de voracidad y de espanto. Es cierto también que otros colegas tampoco son especialmente benévolos con la gente de su entorno: la rana se traga al mosquito, el tigre a la gacela, el halcón a la paloma... Pero sólo entre la especie humana se alcanzan grados tan elevados de salvajismo, brutalidad, esclavitud y ensañamiento: ninguna otra se burla y tortura por placer (como en el considerado arte de la tauromaquia, en las peleas de gallos o de perros), ninguna encarcela de por vida a otra (como los rusos con los osos), o asesina a otra para machacar sus huesos y ofrecerlos como potenciador sexual (como hacen los chinos con los tigres), o explota sin compasión a otra (como se ha hecho con los pobres burros desde la prehistoria), o los apalea, tortura y mata para lucir como joyas o trofeos sus despojos (focas, elefantes, ciervos, jabalíes), o los almacena en vida precaria para comérselos cuando le conviene (pollos, corderos, bueyes, truchas...), ninguna trata tan rudamente incluso a los seres que considera sus mejores amigos (perros, gatos...).

Con su sed inagotable de emociones y su búsqueda necia de novedades, los viajeros turistas suelen contribuir al éxito de ese comportamiento atávico. Sí es cierto que su dinero consigue por ejemplo que se mantengan los grandes parques nacionales africanos, los zoológicos abiertos y otros recintos en que el maltrato a los animales llamados irracionales es sólo relativo, su pulsión por la pequeña hazaña, por la fotografía, favorece la ruina de otras especies mucho menos mortíferas. Con el consiguiente beneficio del carcelero humano, naturalmente.

Paseando por las maravillosas soledades de Somiedo recordé uno de los espectáculos más bárbaros que haya visto. En una de las ciudades del llamado Anillo de oro de Moscú, creo que en Zagorsk, en el costado de una espléndida plaza mantenían a un oso gigantesco dentro de una jaula de hierro, apenas unos centímetros más grande que él, encadenado del hocico y de las patas, además. Era un animal viejo, famélico, de mirada tristísima; chicos del lugar le daban puñetazos y patadas a través de los barrotes, mientras los turistas disparaban fotos y se reían mucho del gracioso espectáculo, al que aportaban unas monedas para su dueño.

El señor alcalde de Somiedo, Mino para los amigos, se inquieta cuando fotógrafos, camarógrafos, periodistas y viajeros comunes insisten en que les enseñe los caminos por donde anda el medio centenar de osos pardos que disfrutan de su lujoso territorio natural. No quiere que se les moleste, no quiere convertirlos en ningún espectáculo, no quiere que sean una simple atracción para los turistas. Que vivan tal y como les plazca; sólo vale echarles una mano si la necesitan, pues resulta evidente que todos los osos de las montañas cantábricas y pirenaicas sobreviven acorralados, escasos de espacio. Mino piensa con sobradas razones que para satisfacer el morbo contemplativo ya vale con Paca y Tola, las dos osas tan populares, estabuladas en la cercana Proaza, ahora conviviendo con Furaco, el enorme animal llevado desde el estupendo parque santanderino de Cabárceno para que intente hacerlas madre.

Esas tres criaturas llevan años sin libertad, bien atendidas y alimentadas por seres humanos, y no sabrían ya desenvolverse en medio de la naturaleza, pero los plantígrados de Somiedo han vivido siempre libres y recelan mucho de la presencia humana. En sus genes deben de llevar el aviso de alarma por la presencia de hombres.

Desde luego entre estos individuos, entre el oso-símbolo de la ciudad de Berna que vive como un auténtico marqués en su amplio redondel blindado (y mejor vivirá este nativo de Barcelona cuando acaben las obras de ampliación de su palacio) y el oso ruso de Zagorsk o sus parientes destinados a ser cazados por escopetas encumbradas -como el desgraciado Mitrofán borbónico-, aparecen algunas diferencias evidentes. Como las que existen entre aquellos hombres que respetan, cuidan y admiran la vida de sus compañeros en la tierra y los que sólo buscan destruirlos, aprovecharse de ellos, esclavizarlos, eliminarlos...

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