Hora es de que las mujeres tengan cabañas, una columna de Patricia Almarcegui

"Me di cuenta de que hasta hace muy poco las mujeres no habían tenido una cabaña para retirarse, para reflexionar, para escribir."

Es hora de que las mujeres tengan cabañas.
Es hora de que las mujeres tengan cabañas. / Ilustración de Raquel Marín

No lo pensé hasta hace unos días. Había leído La península de las veinticuatro estaciones de Inaba Mayumi, la novela de una reconocida escritora japonesa que se retira un año en mitad de la naturaleza escarpada no muy lejos de Tokio; y me di cuenta. Me di cuenta de que hasta hace muy poco las mujeres no habían tenido una cabaña para retirarse, para reflexionar, para escribir. La tuvo el poeta Bashō, el pensador Thoreau, el filósofo Heidegger, el músico Britten… y se convirtió en una posibilidad de viaje interior sobre el que se ha escrito bastante. Vivir allí y en mitad de la naturaleza fue un ritual de paso, una iniciación que concedió una perspicacia a la mirada y una autoridad al pensamiento. 

Annie Dillard pudo hacerlo. Durante un año vivió en la cordillera de los Apalaches y publicó el espléndido Una temporada en Tinker Creek (1974), que recibió el Premio Pulitzer en 1975. Había dedicado su trabajo de investigación a los arroyos y torrentes en la obra de Thoreau. Y encontró, más de un siglo después de la publicación de Walden, la obra del escritor: el tiempo, la libertad familiar y el dinero (gracias a la Hollins University en Virginia) para retirarse en una cabaña. Nadie como ella ha sabido cargar de valor y sabiduría el verbo “acechar”, en principio atribuido a los cazadores, una forma de mirar y estar en el mundo casi epifánica, que aprendió gracias a su retiro. 

Emily Dickinson tampoco disfrutó de una cabaña. Vivió prácticamente en la casa paterna hasta su muerte en 1886.

Susan Fenimore Cooper convierte sus Diarios rurales en los primeros manuales sobre ecología y sostenibilidad. Publicados en 1850 (cuatro años antes que Walden) son fruto de un verdadero trabajo de campo y unión inequívoca con lo natural. La crítica a la actividad humana que está devastando los bosques de Nueva Inglaterra, la descripción de los brotes de los árboles, la necesidad de cultivar un huerto, las malas hierbas —fruto de la colonización—, la crítica a la matanza de los pieles rojas… “Aún quedaría por mencionar otro ejemplo beneficioso del cultivo y la jardinería: son actividades que te conducen naturalmente a la generosidad.” Susan escribe pensando en el futuro y avisa de lo que pueden perder las generaciones venideras si no se cuida de la naturaleza. Hija del escritor James Fenimore, no llegó a disfrutar de una cabaña para el retiro y la reflexión. Dedicó parte de su vida a acompañar a su padre en los viajes y ayudarle a documentarse, y también en su labor como escritor.  

Emily Dickinson tampoco disfrutó de una cabaña. Vivió prácticamente en la casa paterna hasta su muerte en 1886. No se casó y, liberada de las obligaciones matrimoniales, desarrolló su inmensa labor poética, basada además en una capacidad extraordinaria para observar la naturaleza, cuyas ciencias había aprendido en el colegio. La escritora contemporánea Dominique Fortier la imagina certeramente: “Ella que nunca fue a misa, se arrodilla todas las mañanas delante de las flores”. Y Dickinson escribe en un gran poema: “Ver el cielo en verano / es la Poesía, /aunque no esté en los libros. / Los versos huyen”. Quizá porque todos los poemas son un arte de la botánica.

Mayumi, Dillard, Fenimore Cooper, Dickinson, May Sarton, Isabella Bird, Mary Austin son autoras fascinadas por el campo libre. Dotadas de una observación calmada y de una escritura humilde, cuentan la naturaleza fuera de épicas conquistadoras. Sin embargo, la mayoría no disfrutaron de una cabaña. ¿Cómo habrían sido sus observaciones y sus escritos si lo hubieran hecho? 

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