Un pedazo de México en Madrid: el altar de muertos
La tradición prehispánica en pleno Chamberí.
Hay cola en la entrada de la Casa de México, siempre la hay en estas fechas, cuando instalan el altar de muertos (del 2 de octubre al 10 de noviembre). Este año, de mano de Eugenio Caballero, el director de arte del Laberinto del fauno. “Unas 3.500 personas al día”, me dicen en la puerta. “Los fines de semana más”. Entre el gentío, el altar, colmado de flores naranjas, muy famosas, el cempasúchil, palabra que viene del náhuatl. Pero empecemos por el principio:
El altar de muertos es una tradición prehispánica, que se mezcló con la religión que llegó de los océanos: la católica. Esta fusión se intuye en los elementos -imprescindibles- del altar: las flores de cempasúchil, cuyo aroma y color guían a los espíritus, hasta las velas que representan el fuego (y que llegaron cuando llegaron los españoles), y los vasos de agua, que alivian la sed de los visitantes del más allá. En la cultura indígena, el Mictlán, el inframundo azteca, consta de nueve niveles que las almas deben recorrer para alcanzar la paz. Dependiendo de la forma en que morían, las almas se dirigían a distintos destinos: los guerreros y mujeres fallecidas en parto acompañaban al dios Huitzilopochtli como colibríes, mientras que quienes morían de causas naturales transitaban por los diferentes niveles del Mictlán, donde su espíritu se purificaba.
La ofrenda de este año incluye piezas artesanales de Chiapas, como una obra que simboliza la “milpa”, el ciclo de vida y muerte en equilibrio, y también una representación de catrinas de barro de Michoacán, icono popular en la celebración del Día de Muertos, creadas para recordar que la muerte no discrimina y todos eventualmente seremos “calaveras”, como decía José Guadalupe Posada: “Seas güera, morena, guapa o fea, todos somos calaveras”.
Los elementos tradicionales del altar también proponen diferencias con la multitudinaria celebración de Halloween, que habla de terror, susto, espanto. El Día de Muertos no, todo lo contrario, no busca espantar, sino atraer a las almas de los que dejaron el mundo material. Por eso no puede faltar el pan de muerto, que simboliza la amistad y el apego; la sal, para proteger a las almas en su viaje y evitar que se corrompan, y el papel picado que, al moverse, simboliza la llegada de los espíritus.
Otro elemento llamativo son los alebrijes, criaturas fantásticas que en México actúan como guías espirituales. En el contexto de un altar de muertos, se dice que los alebrijes acompañan a las almas y, al mismo tiempo, representan miedos y deseos. Algunos ven en estos seres la manifestación de sus anhelos o temores, y al incluirlos en el altar, los honran como si fueran compañeros en el camino de la vida.
Para terminar, un mural explica el recorrido de cuatro años que las almas deben realizar hasta quedar reducidas a huesos (ese es el tiempo promedio en el que un cuerpo se queda en el puro hueso) resaltando el respeto por el proceso de la muerte. Visitar este altar de muertos da que pensar. Y México se siente cerquita.
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