Los secretos de La Mancha sin Quijote: Humedales, restaurantes vanguardistas y viñedos infinitos

Más allá del influjo del ingenioso hidalgo, existe otra versión viva, diversa y palpitante de este territorio estigmatizado en su monótona llanura. Una región que también esconde ricos humedales, artesanías centenarias, restaurantes vanguardistas y la mayor extensión de viñedos del mundo.

Molinos de Alcázar de San Juan.
Molinos de Alcázar de San Juan. / Cristina Candel

Poco podía imaginar nuestro admirado Cervantes que aquella sencilla frase no solo daría pie al libro más traducido del mundo (con permiso de la Biblia), sino también a un misterio que, cuatro siglos después, aún levanta polvareda. Ni instituciones eruditas, ni magnas universidades, ni equipos interdisciplinares han desentrañado aquel lugar de cuyo nombre no quiso acordarse el ilustre autor del Quijote.

Más allá de la controversia (y de la fricción entre los pueblos que reclaman para sí tal honor) lo cierto es que toda La Mancha ha quedado tocada para siempre por la que está considerada una de las obras cumbre de la literatura universal. Imposible disociar esta tierra del corazón del país de las andanzas protagonizadas por aquel caballero de la triste figura que, en su enajenada realidad, tal vez no fuera sino el único cuerdo en este mundo de locos.

Barrio del Albaicín criptanense.

Barrio del Albaicín criptanense.

/ Cristina Candel

No caeremos, sin embargo, en la tentación de seguir los pasos del ingenioso hidalgo. Porque, aunque su sombra se proyecta en el paisaje, los municipios y hasta la gastronomía, aunque existen museos y rutas que desgranan la relación inmortal que la novela mantiene con la región, también hay una Mancha sin Quijote.

Una Mancha que, con su diversidad, contradice a los estereotipos del ideario nacional para demostrar que este territorio no es tan recio, ni tan seco, ni tan austero. Humedales con profusión de fauna, artesanías centenarias, arquitectura popular, restaurantes vanguardistas y viñedos infinitos dibujan esa otra versión de esta tierra en la que romanos, visigodos, musulmanes y cristianos han dejado, además, un jugoso patrimonio monumental.

La Mancha es el solemne peso de su historia, la riqueza de su caudal cultural, las entrañables escenas de sus costumbres. También el tañido de las campanas al amanecer, los paseos en bicicleta, las siestas a la sombra de los álamos, los chapuzones en los ríos, la mirada perdida en monótonas llanuras de trigales. La Mancha es queso y pan, gachas y pisto, migas y sopas de ajo. Pero sobre todo es vino. Sí, muchos no saben que esta macrocomarca contiene la mayor extensión de viñedos del mundo

Recorrer la región con el néctar de Baco como hilo conductor es hacer un bonito viaje por una de las zonas más estigmatizadas de nuestra geografía. Para ello está la Ruta del Vino de La Mancha, una de las 36 existentes en el país, integrada por cuatro provincias (Ciudad Real, Albacete, Cuenca y Toledo), nueve municipios y unas 50 empresas privadas. “La vid, junto con el olivo y el cereal, son los tres cultivos que dibujan la fisionomía de La Mancha”, aclara Juanjo Jiménez Mazuecos, responsable de comunicación de esta denominación de origen nacida en 1973.

Viñedos de La Mancha.

Viñedos de La Mancha.

/ Cristina Candel

Antes, mucho antes, había llegado el vino de la mano de aquellas legiones romanas que enseñaron a consumirlo en banquetes, acontecimientos sociales y ceremonias religiosas. Y aunque es a los monjes cistercienses a los que se debe el impulso de las plantaciones de vid, hay un momento en el que La Mancha asiste al despegue definitivo de la actividad vitivinícola: el siglo XIX, cuando la región sale inmune al azote de la filoxera que acaba con la producción en Europa.

Es entonces cuando se vuelven los ojos a este extenso territorio, que acabará convertido en el pulmón que bombea el vino a todo el continente. “Fueron las condiciones del terreno las que facilitaron el boom. Con una altitud media de 700 metros y un clima continental extremo, este suelo es ideal para el viñedo no solo en sus variedades autóctonas (airén, cencibel y tempranillo), sino también en la introducción de otras variedades procedentes de todo el mundo”, añade Jiménez Mazuecos.

Surge así una nueva Mancha. Este giro dramático en el rumbo de la historia no solo modifica el paisaje, la economía y las costumbres, sino que además trae consigo el elemento que viene a encarnar la imagen del progreso: el ferrocarril, que irrumpió en 1854 con su vieja bocina de vapor. 

Plaza de la Constitución de Puerto Lápice.

Plaza de la Constitución de Puerto Lápice.

/ Cristina Candel

Hay que encaminar nuestros pasos hacia Alcázar de San Juan para comprobar cómo, de pronto, esta región se conecta con el mundo. Porque este municipio de Ciudad Real al que Alfonso XII dio categoría de ciudad (nada de llamarlo pueblo) se convierte en un importante nudo ferroviario que hace de la fonda de la estación un auténtico centro social. Es aquí donde se cruzan los viajeros que iban y venían, donde se populariza la venta de productos típicos, donde se exponen como en un escaparate las modas que vienen de muy lejos.

Es aquí donde es frecuente toparse con literatos de la talla de Azorín, Miguel Hernández o Rubén Darío. Hoy este espacio se ha reciclado en el Centro de Interpretación y Recepción de Visitantes para los viajeros que llegan en tren. Y en sus paredes forradas de azulejería no solo se puede aprender sobre el pasado ferroviario de esta localidad, sino también (aquí se nos cuela un desliz) sobre algunos pasajes del Quijote.

Entre hidalgos y caballeros en Alcázar de San Juan

Más allá de la estación, Alcázar de San Juan merece un paseo pausado. El que da para conocer sus amplias avenidas, su arquitectura modernista, sus edificios históricos elaborados con esa piedra arenisca de tono rojizo tan característica del lugar. Una piedra que se extrae de unas canteras cercanas donde en verano se monta un escenario para asistir a maravillosos conciertos bajo las estrellas.

La parroquia de Santa María la Mayor, con el camarín barroco más valioso de Castilla-La Mancha, y el Conjunto palacial del Gran Prior, con el icónico torreón que acoge un espacio expositivo dedicado a los caballeros hospitalarios, son dos recomendables visitas antes de sumergirnos en dos centros que son pura esencia manchega: el Museo de la Alfarería FORMMA y la Casa del Hidalgo.

El primero, ubicado en el antiguo convento de San José, desgrana una tradición básica en una región en la que cada pueblo está especializado en una pieza: las botijas en Alcázar, las tinajas en Villarrobledo, los cántaros en Mota del Cuervo… El segundo, emplazado en una casa solariega del siglo XVI, nos muestra cómo era la vida de aquellos hombres y mujeres que constituían el primer peldaño en la escalera de la nobleza: los hidalgos (sí, los que inspiraron a Cervantes). 

Otros pueblos a lo largo de esta curiosa ruta sin Quijote (aunque su influjo, es inevitable, irrumpe de tanto en tanto) deparan diferentes curiosidades. Como Tomelloso, al que se conoce como la Atenas de La Mancha por su gran profusión de artistas, escritores y pensadores. Desde el pintor y escultor Antonio López hasta el poeta y flamencólogo Félix Grande, pasando por el padre de la novela negra, Francisco García Pavón, en cuyas obras popularizó el personaje literario de Plinio, jefe de la policía local, considerado el pionero de detectives tan carismáticos como el Carvalho de Manuel Vázquez Montalbán o el Bevilacqua de Lorenzo Silva. 

Vendimiando en La Mancha.

Vendimiando en La Mancha.

/ Cristina Candel

En Tomelloso el vino es una razón de ser, como atestigua el hecho de que una de sus cooperativas, la de la Virgen de las Viñas, produce más caldos que todas las bodegas riojanas juntas. Y como también confirman las 2.500 cuevas subterráneas que llegó a albergar con el objetivo de almacenar tan ingente producción. “El pueblo está prácticamente hueco”, bromea Eloísa Perales, responsable de una de las bodegas que mantiene estas enormes cavidades como testimonio de la historia. “Eran los hombres quienes las picaban a mano, mientras que las mujeres extraían la tierra”, añade. De esto último da fe la escultura de Las Terreras, erigida en el centro de la localidad. 

Plaza de España de Tomelloso.

Plaza de España de Tomelloso.

/ Cristina Candel

Pero Tomelloso es también la meca de la pizza. De la mejor pizza del mundo, para ser exactos. Un título que ha arrebatado a los propios italianos Jesús Marquina, un chef oriundo de este pueblo que ha salido cinco veces ganador del Campeonato Mundial de Pizza en el país alpino. Su restaurante Marquinetti registra lista de espera. Nadie quiere perderse delicias tan originales como El Greco (un homenaje al pintor griego) o Rolling (ideada para la mítica banda en su visita a Madrid en 2014).

Otra parada interesante es Socuéllamos, sobre todo para conocer su rompedor Museo Torre del Vino, coronado por un mirador que se asoma a la llanura manchega. Un centro didáctico e interactivo en el que se puede pisar uva y hasta crear tu propia bodega.

También merece la pena Villarrobledo, no solo por el maravilloso homenaje gastronómico que brinda el restaurante Azafrán, comandado por la joven Teresa Gutiérrez, sino también por el descubrimiento del Centro de Interpretación de la Alfarería Tinajera, donde se exhibe un tesoro único del patrimonio etnológico: el arte de la tinajería que, desde hace cinco siglos, desempeñan con sus propias manos los hombres y mujeres de este pueblo. 

Castillo de la Muela y molino en Consuegra.

Castillo de la Muela y molino en Consuegra.

/ Cristina Candel

Pero hay una villa que no puede faltar en el trayecto: la muy fotogénica Campo de Criptana. Y aunque es cierto que está tocada por el Quijote (es muy probable que fuera inspiración para el episodio más célebre) no menos verdad es también que los famosos molinos de viento, aquellos gigantes contra los que el hidalgo arremetió lanza en ristre, existen antes de la novela.

Hoy 10 se mantienen en pie, tres de los cuales con la maquinaria original que les dio sentido en el siglo XVI, cuando fueron levantados entre inmensos campos de cereal. Algunos hasta han logrado reciclarse en museos, como el de la eterna manchega Sara Montiel. Pinturas, fotos, vestidos, portadas de revistas y carátulas de discos conforman el homenaje a la diva de El último cuplé. 

En Campo de Criptana hay que perderse por el Albaicín, el barrio que, como en Granada, tiene un origen árabe y una orografía sinuosa. Esta maraña de callejuelas en azul y blanco tarde o temprano conduce a uno de los lugares más emblemáticos: Las Musas, el restaurante-bar-discoteca que situó en el mapa a la localidad en tiempos de la Movida madrileña, cuando se erigió en foco de la excentricidad bajo el paraguas del también manchego Pedro Almodóvar. Hoy, más sosegado en su condición de templo gastronómico, recupera esta vena alocada cada 23 de agosto con la ya mítica Fiesta Ye-yé. 

El vergel de La Mancha

Más allá de la magia de los pueblos, La Mancha que más asombra es la que se dibuja con agua. Con humedales, lagunas, ríos y llanuras de inundación. Con frondosa vegetación que abarca desde juncos y hierbas aromáticas hasta masas forestales de sauces, álamos, encinas y sabinas. Vergeles, en definitiva, que además dan cobijo a valiosas especies de avifauna como azulones, malvasías, somormujos, flamencos, cercetas, garzas... Sí, es lo que se conoce como la Mancha Húmeda que, por si fuera poco, es Reserva de la Biosfera. 

Complejo Lagunar de Alcázar de San Juan.

Complejo Lagunar de Alcázar de San Juan.

/ Cristina Candel

Alrededor de 25.000 hectáreas ocupa este territorio protegido que incluye las Tablas de Daimiel, las Lagunas de Ruidera y toda una serie de humedales menos conocidos, entre los que figura el Complejo Lagunar de Alcázar de San Juan. Un territorio que es un paraíso para botánicos y zoólogos por su incomparable biodiversidad, pero también para los que gustan de fotografiar hermosos paisajes. ¿Quién puede resistirse a los atardeceres de fuego reflejados en los acuíferos salinos?

Menos sorprendente que este milagro hídrico es la riqueza gastronómica que encontramos en La Mancha. Otro reportaje entero daría para hablar de esta cocina tan sabrosa como contundente. Platos típicos como las migas del pastor acompañadas de uvas, el pisto manchego o las gachas, y otros menos comunes como el atascaburras o los duelos y quebrantos, dan buena cuenta del amor por los productos de la tierra del que hace gala esta región. Todos ellos, claro, regados siempre con un buen vino.  

Porque La Mancha es, ante todo, vino, no podemos dejar de visitar sus bodegas. Algunas muy recomendables son Tinedo en Socuéllamos, una de las más antiguas de la región; Virgen de las Viñas en Tomelloso, que incluye un museo de arte contemporáneo; César Velasco en Villarrobledo, que elabora en tinajas de barro como antaño; Alort en Alcázar, en plena Reserva de la Biosfera, y Castiblanque en Campo de Criptana, que creó un vino ex profeso para Compay Segundo.

Por el camino no será difícil toparse con los bombos, el elemento popular que caracteriza el paisaje. Son construcciones de piedra seca (sin yeso ni argamasa) que hacían las veces de refugio mientras se trabajaba en el campo y que, pese a su carácter rudimentario, aislaban del frío y el calor. Hoy quedan unos 300 y hay una ruta que los recorre.

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