Valle de Joux, la cuna de los relojes suizos

Descubre Le Locle y La Chaux-de-Fonds, los pueblos donde se originó la medición del tiempo.

Vista del puerto de Neuchâtel, en el lago del mismo nombre

Vista del puerto de Neuchâtel, en el lago del mismo nombre

/ Félix Lorenzo

La fama de la industria relojera suiza es conocida en el mundo entero. Lo que no resulta tan conocido es que su origen tuvo lugar en Francia, y que el hecho que la posibilitó no fue ningún adelanto técnico, sino una sangrienta persecución religiosa que se inició en la madrugada del 24 de agosto de 1572 en París, y que pasó a la historia con el nombre de Matanza de San Bartolomé.

Algunos años antes de que estos trágicos hechos ocurrieran, el monarca Francisco I de Francia había promovido la fabricación de relojes en su corte. El gremio de los relojeros estaba compuesto por artesanos hugonotes, cristianos protestantes de doctrina calvinista, que en la infame noche de San Bartolomé fueron perseguidos y asesinados junto a muchos de sus congéneres. Aquellos que lograron escapar, cruzaron la frontera hacia Suiza y se exiliaron en Ginebra, conocida por aquel entonces como la Roma protestante. Por esa misma época, Calvino había prohibido en Suiza el arte de la joyería por considerarlo un signo de ostentación y de lujo. Impedidos de llevar adelante su oficio, los orfebres ginebrinos decidieron aprender el de los franceses recién llegados. Y así se produjo el nacimiento de la industria relojera suiza.

Cabaña en el río Doubs

Cabaña en el río Doubs

/ Félix Lorenzo

En 1601 se fundó en Ginebra el primer gremio de relojeros del mundo. Algunos aspectos legales y otros coyunturales hicieron que con el tiempo las casas relojeras se trasladaran al macizo del Jura. Su abundancia de madera, cursos de agua y mineral de hierro, sumada a la flexibilidad de sus regulaciones comerciales, convirtió la zona de montaña de la región de Neuchâtel en la meca de la relojería, en donde con el tiempo se emplazarían las marcas más prestigiosas del mundo. Hacia allí nos desplazamos en busca de los orígenes de la medición del tiempo.

Barcas en el lago de Neuchâtel

Barca en el lago de Neuchâtel

/ Félix Lorenzo

Neuchâtel es una ciudad de unos 30.000 habitantes que se levanta junto al lago del mismo nombre en la francófona Romandía, la región más occidental de Suiza. Es la capital del cantón de Neuchâtel, en cuyas montañas se asientan los pueblos relojeros de Le Locle y La Chaux-de-Fonds, declarados Patrimonio de la Humanidad en 2009 por la Unesco debido a su particular arquitectura determinada por la industria relojera. Más allá de la importancia del negocio de los relojes, Nauchâtel constituyó un polo industrial que se dedicó también a la industria textil y a la pastelería. De hecho es al chocolatero Philippe Suchard a quien se atribuye el principal impulso industrial dado a la ciudad, ya que además de la fábrica de chocolates que lleva su apellido —y en donde más adelante se fundaría también la conocida marca Milka—, colocó en el lago Neuchâtel el vapor L’industriel del que él mismo era capitán y que significó el nacimiento de la marina mercante suiza.

Detalles de las manos de la esmaltadora Vanessa Lecci

Detalles de las manos de la esmaltadora Vanessa Lecci

/ Félix Lorenzo

A partir de finales del siglo XVIII la ciudad experimentó un gran crecimiento debido principalmente a la industria relojera y a la industria textil, lo cual queda reflejado en la arquitectura del distrito de las bellas artes y en la llamada iglesia roja, cuya construcción fue autorizada a fines del XIX para albergar al creciente número de católicos que ya no cabían en la de Notre Dame. La llegada del ferrocarril y la apertura de la Universidad de Neuchâtel contribuyeron a desarrollar también el turismo, lo cual determinó que la belle époque brillara con especial intensidad en sus calles. Como un recordatorio de aquella época de abundancia y progreso, visitamos el Museo de Historia y Arte de la ciudad, en donde asistimos a la exposición de los autómatas de Jaquet-Droz, símbolos de la sofisticación técnica de la época.

Vanessa Lecci en su lugar de trabajo

Vanessa Lecci en su lugar de trabajo

/ Félix Lorenzo

Los autómatas de Jaquet-Droz

Tristan, el restaurador encargado de los autómatas, nos presenta los tres que aún se conservan —el escritor, el dibujante y el músico—, y nos permite verlos en acción. Fascinados, comprobamos la delicadeza con que el dibujante lleva a cabo el retrato de un hombre de perfil, permitiéndose incluso soplar de tanto en tanto para quitar los rastros de carboncillo que el lápiz va dejando sobre el papel. Mientras admiramos sus movimientos, nos enteramos de que Pierre Jaquet-Droz y su hijo eran propietarios de una fábrica de relojes, y que la construcción de estos maravillosos mecanismos tenía en realidad fines publicitarios. Si se mostraban capaces de crear prodigios técnicos de semejante calibre, probaban sobradamente su habilidad como maestros relojeros. Le preguntamos a Tristan si la estrategia dio resultado y nos dice que más del que hubieran imaginado. La fama alcanzada a partir de sus ingenios mecánicos los llevó a abrir oficina en Ginebra y luego en Londres, desde donde exportaron relojes hasta a la China. Las exhibiciones de los autómatas produjeron en el público, además de una mezcla de fascinación y espanto, un inesperado efecto colateral: comenzaron a difundir la sensación de que la creación de vida artificial era posible. Una exploración que, por otros medios, quedaría reflejada algunos años más tarde en obras como el Frankenstein de Mary Shelley, cuya gestación y primera redacción se produjo justamente en la ciudad de Ginebra.

Mesa de relojero en el pueblo de Le Locle

Mesa de relojero en el pueblo de Le Locle

/ Félix Lorenzo

El casco antiguo de Neuchâtel se organiza en torno a la colina que contiene el castillo y la colegiata, el principal templo de la ciudad. Sus serpenteantes calles adoquinadas albergan las casas de piedra caliza que otorgan un tono amarillo-ocre a las fachadas, razón por la que Alejandro Dumas dijo de ellas que parecían estar talladas en mantequilla. Luego de una frugal comida en la tradicional Brasserie Le Cardinal, emplazada en plena ciudad vieja y cuyo salón está decorado en el más puro estilo de la belle époque, nos desplazamos hasta la vecina localidad de Peseux para visitar el taller de esmaltado de Vanessa Lecci.

Reloj personalizado por Vanessa Lecci

Reloj personalizado por Vanessa Lecci

/ Félix Lorenzo

Vanessa trabaja para varias de las principales casas relojeras de la región decorando el interior de los mecanismos con los motivos más diversos, desde el blanco más sobrio hasta la reproducción en miniatura de famosas obras de arte. Se trata de una técnica tradicional adaptada al mundo de la relojería, nos explica, en la que la búsqueda de los colores involucrados en cada proyecto cobra una especial importancia. Vanessa tiene contactos en todo el mundo para rastrear los cristales de las distintas tonalidades que reduce a polvo y mezcla con agua destilada en su mortero antes de pasarlo a la superficie del reloj y llevarlo al horno, en donde el fuego se encarga de culminar el proceso. Disfruta de intercambiar información y técnicas con gente de otros lugares, así como de difundir el conocimiento y formar a las nuevas generaciones. Vanessa siente devoción por el carácter artesanal del oficio y por todo el saber acumulado en la miniatura de cada pieza. Se trata de un trabajo preciso y de mucha concentración que se lleva a cabo en soledad y en silencio. Le gusta relacionarse con quienes se dedican a ello porque es gente que vive en un estado de meditación permanente, nos confiesa. Al entrar en este mundo, el estrés del mundo exterior se queda afuera.

Terrazas en la Place des Halles de Neuchâtel

Terrazas en la Place des Halles de Neuchâtel

/ Félix Lorenzo

En la estación de tren de Neuchâtel tomamos el autobús B dirección La Chaux-de-Fonds. El recorrido trepa por la montaña y se va adentrando poco a poco en un reino de pinos, hayas y arces, solo interrumpido por alguna cabaña de madera o por algún castillo de piedra que destaca entre el verde del bosque y el azul del cielo. Nuestra primera parada al llegar es el taller de relojería Le Garde Temps, en donde su directora, Dominique Russo, nos recibe para enseñarnos las instalaciones y de paso ponernos al tanto de la historia de la ciudad.

Urbanismo relojero

Antes de que las grandes casas relojeras se instalaran en la zona, la tradición artesana de sus habitantes, combinada con la imposibilidad de realizar trabajos en el exterior durante el invierno, llevó a que se instaurara la costumbre de que los propios granjeros que en verano cuidaban el ganado y las cosechas dedicaran los meses más fríos a forjar las piezas requeridas para la construcción de relojes, en lo que se conoce con el nombre de “granjas relojeras”. Fue un artesano local llamado Daniel JeanRichard quien los organizó en este sistema denominado établissage o ensamblaje, mediante el cual cada artesano se especializaba en la forja de una pieza en particular, las cuales eras recogidas luego para ser montadas en la ciudad. Esta actividad dejó su huella en la arquitectura de las granjas que contaban con importantes ventanas orientadas al sol y con chimeneas que se podían remover para aprovechar la luz y favorecer el minucioso trabajo del relojero. Con el tiempo las casas relojeras fueron abriendo allí mismo sus plantas —marcas como Tissot, Omega, Rolex o las propias Jaquet-Droz o JeanRichard tienen allí sus instalaciones— para completar en el propio valle el montaje de los relojes. Pero no fue hasta un gran incendio que tuvo lugar en 1794, y que obligó a reconstruir prácticamente toda la ciudad, que se llevó a cabo el plan urbanístico que convirtió a la urbe en una gran factoría, con los edificios desplegados en la ladera que mejor aprovechaba la luz invernal y en una distribución que facilitaba el transporte de mercancías de uno a otro, con ventanales corridos en la primera planta junto a los que se ubicaban las mesas de los maestros relojeros y las viviendas repartidas en los pisos superiores, en lo que se dio en llamar el “urbanismo relojero” que tanto aquí como en el vecino pueblo de Le Locle, fue reconocido como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco

Vista aérea del urbanismo relojero de La Chaux-de-Fonds

Vista aérea del urbanismo relojero de La Chaux-de-Fonds

/ Félix Lorenzo

El crecimiento en esos años fue tan brutal que la población pasó de 5.000 a 36.000 habitantes en menos de un siglo, recibiendo trabajadores de diferentes lugares y religiones, lo cual queda reflejado en los templos de los distintos cultos que pueden encontrarse en la ciudad. Como ejemplo sirva el diseño de la bandera de La Chaux-de-Fonds, cuyo emblema exhibe tres estrellas ubicadas sobre un panal de abejas. Las estrellas corresponden una a los habitantes locales, otra a los suizos en general y otra a los venidos del resto del mundo. El panal hace referencia al tejido urbano que en las épocas de mayor actividad bullía con personas llevando y trayendo piezas de un edificio a otro como si de una colonia de abejas se tratara. Hasta 1950 más de la mitad de los relojes que se vendían en el mundo provenían de esta zona. En la década de 1970, la entrada de los relojes de cuarzo —principalmente japoneses— debilitó el liderazgo suizo en la industria. Un cambio de estrategia que enfocó la producción en las piezas de lujo volvió a colocarlos a la cabeza del mercado. Hoy una nueva amenaza se cierne sobre el valle: la llegada de los relojes de moda y los relojes inteligentes. Guiados por Dominique Russo nos calzamos el delantal de relojero y unas gafas-lupa de generoso aumento para vivir la experiencia de montar un reloj con nuestras manos, actividad que Le Garde Temps ofrece a los visitantes y de la que pueden salir con un artefacto construido por ellos mismos. Dejamos nuestro equipaje en el hotel Athmos y nos acercamos al restaurante Citerama, ubicado en la decimocuarta planta de la torre Espacité, desde donde obtenemos unas excelentes vistas del particular trazado urbano. Allí nos encontramos con Wolfgang Carrier, quien nos guiará en nuestra visita al museo de relojería más grande del mundo, que tiene su sede en La Chaux-de-Fonds.

Exposición en el Museo Internacional de la Relojería de dicha ciudad

Exposición en el Museo Internacional de la Relojería de dicha ciudad

/ Félix Lorenzo

El Museo Internacional de la Relojería alberga alrededor de 9.000 piezas, 3.000 en exposición para ilustrar la historia del tiempo desde Ptolomeo hasta Einstein. Al parecer los primeros aparatos mecánicos que se construyeron en Europa tuvieron su origen en un entorno astronómico, y reflejaban el movimiento de los astros en el cielo, como el Astrarium de Giovanni Dondi. La exposición exhibe algunos de estos primeros artefactos, así como los que se colocaban en las torres de las iglesias y que determinaron que la vida en las ciudades empezara a regirse por un tiempo abstracto y regular que se oponía al que dominaba las actividades rurales, las cuales continuaban siendo guiadas por los ciclos del sol y de la tierra. Además de estos grandes aparatos, el museo exhibe una colección de relojes de pared, de bolsillo y de pulsera, así como algunos más exóticos traídos de los rincones más apartados del planeta. Dejamos atrás el museo y nos desplazamos hasta Le Locle para conocer el otro polo de la historia relojera. En el tiempo en el que todo comenzó, más que pueblos se trataba de granjas repartidas aquí y allá por la zona, que luego se reunieron en asentamientos urbanos. Visitamos también la localidad de Les Brenets, donde tomamos un barco que nos lleva, a través de un escarpado paisaje de acantilados y de abetos, hasta la cascada del Saut du Doubs, salto de agua de 27 metros que reluce en medio del paisaje de montaña. Al parecer, el cauce del río Doubs servía de punto de conexión entre Francia y Suiza, y los contrabandistas lo utilizaban para pasar mercaderías de un lado a otro sin pagar impuestos, incluidas las relacionadas con el negocio de la relojería. 

Cascada del Saut du Doubs, de 27 metros de altura

Cascada del Saut du Doubds, de 27 metros de altura

/ Félix Lorenzo

Está atardeciendo cuando regresamos a La Chaux-de-Fonds. En el camino paramos para visitar una de las antiguas granjas relojeras y admirar de primera mano la ancha chimenea removible que se usaba como tragaluz y como ahumadero de carnes, y el espacio interior en el que se guardaba el ganado en invierno para ayudar a calefaccionar la casa. En otra de las granjas está instalado el restaurante Maillard, en el que nos espera una sorpresa. La casualidad hace que nos encontremos con la esmaltadora Vanessa Lecci, que ha venido a cenar con una amiga. Junto a ellas y a nuestro amigo Wolfgang Carrier, compartimos un tradicional rösti con salsa de setas y brindamos con vino suizo, como una inmejorable manera de cerrar nuestro particular periplo por la patria relojera.

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