Puerto Rico, una isla entre dos almas

Tiene carácter estadounidense, pero cálido corazón latino. Negocia en inglés, pero ríe y llora en español. La antigua Borinquén es un paraíso caribeño bañado por el sol, con exuberantes rincones naturales, bellas ciudades coloniales por donde asoma la historia y una pasión por la música que deja traslucir toda una mescolanza de culturas.

Vista del fortín de San Gerónmio del Boquerón en San Juan
Vista del fortín de San Gerónmio del Boquerón en San Juan / Juan Serrano Corbella

Estamos ready para bailar? Miren que aquí hasta los domingos se hanguea…”. Es así, con esta bienvenida bien cargada de guasa, como el alma siente que ha llegado a Puerto Rico. Se sabe de pronto, tal vez por la capacidad innata de los boricuas para apelar al disfrute de la vida o porque a la dicción la cargan tanto de musicalidad como a la piña colada de ron. Pero ante todo se percibe por la gracia con la que resuena ese híbrido entre dos lenguas que en cualquier otro lugar del mundo podría parecer desconcertante. En esta isla acunada por el Caribe resulta de lo más natural. Como si el spanglish, lejos de tratarse (como muchos proclaman) de un atentado académico, fuera más bien todo un romance idiomático. 

Plaza de la Catedral

Plaza de la Catedral

/ Juan Serrano Corbella

Puerto Rico es un puente entre dos culturas y de ahí le viene esta mezcla tan curiosa. Porque aquí se hanguea, sí (del verbo hang out, que viene a ser como alternar), pero también se babysita a los niños, se mailea la información y se signean las cartas de amor y los documentos oficiales. Todo ello, como expresión de una dualidad que impregna todos los aspectos de la vida.

El carácter anglosajón, que se ha colado sobre todo en la capital y en las zonas más turísticas, le viene de su condición de Estado Libre Asociado, por el que sus habitantes participan de la ciudadanía de EE. UU. Los automóviles, la moda y ciertas pautas sociales respiran la influencia norteamericana, al tiempo que se benefician de esa prosperidad subvencionada que le ha dado uno de los estándares de vida más altos de Hispanoamérica.

Bar Nono's en la Plaza de San José del Viejo San Juan

Bar Nono's en la Plaza de San José del Viejo San Juan

/ Juan Serrano Corbella

Pero el corazón de Puerto Rico es indiscutiblemente latino. Y la pasión por la vida es un rasgo permanente de su día a día: se aprecia en el culto a la gastronomía, en las partidas de dominó en plena calle, en las conversaciones acaloradas y en esa música que llevan en la sangre y que es una fascinante mezcla de la percusión africana con los acordes de la guitarra española y los ritmos tropicales. Para entendernos, los puertorriqueños negocian en inglés, pero discuten, ríen y lloran en la que consideran su lengua materna. Las emociones, lo que sacude por dentro, se expresa siempre en español.

Un paraíso de sol perpetuo

Todos estos elementos que forjan hoy su personalidad se fueron agregando, con el paso del tiempo, a sus orígenes taínos, la etnia predominante cuando Puerto Rico era Borinquén, antes de la llegada de aquellos españoles que acabarían determinando el rumbo de su historia. Aunque la colonización no empezó hasta 1508 con Juan Ponce de León, fue en el segundo viaje de Cristóbal Colón, poco más de una década antes, cuando apareció ante los ojos cansados de los descubridores esta isla frondosa y alargada a la que llamaron San Juan Bautista. Se sabe que encontraron tabaco, maíz e incluso esa forma de descanso que ha conservado su exotismo hasta nuestros días: la hamaca. Pero sobre todo hallaron un paraíso bañado por un sol perpetuo, con numerosos ríos, exuberantes montañas centrales y playas de arena fina abiertas a dos mares distintos: el Atlántico, en el norte, y el Caribe, en el sur.

Placita de Santurce de noche

Placita de Santurce de noche

/ Juan Serrano Corbella

Hoy, muchos siglos después, Puerto Rico sigue siendo una joya que ha sabido proteger del deterioro sus excelentes tesoros naturales: los idílicos arenales, claro, pero también las reservas forestales, las lagunas, las selvas tupidas, las cuevas... Por eso, y a diferencia de otros destinos semejantes, la visita a esta isla no se reduce al disfrute de unas aguas de color esmeralda. La visita al país natal de Ricky Martin, Benicio del Toro, Luis Fonsi o Bad Bunny (entre una inacabable lista de celebrities) pasa por un constante contacto con la naturaleza virgen. Y también con la Historia, rica y llena de matices, que asoma por los gruesos muros de sus pueblos y ciudades.

Castillo de San Felipe del Morro, en el extremo norte de San Juan

Castillo de San Felipe del Morro, en el extremo norte de San Juan

/ Juan Serrano Corbella

“Estamos ante uno de los conjuntos monumentales más impresionantes del nuevo mundo”, señala Ricardo Ojeda, un historiador experto en las islas caribeñas. Lo afirma rotundo, protegiéndose de la inclemencia del sol, mientras desvela los secretos de la capital, San Juan, que también participa de la citada dualidad: pese a su apariencia de apéndice estadounidense (hay quien la llama pequeña Disneylandia) esconde calles y edificios de marcado carácter colonial; pese a tratarse del centro administrativo, financiero y comercial del país, destila sabor a pequeño pueblo. San Juan son muchas ciudades en una. La del lujoso barrio de Condado, con sus opulentas tiendas en la calle Ashford (la Quinta Avenida puertorriqueña), sus restaurantes al filo del mar y sus elegantes hoteles junto a una laguna en la que hay quien ha visto manatíes. También la de Santurce, el distrito artístico coloreado por los graffitis y plagado de museos y galerías. Es aquí donde tienen lugar los festivales más creativos.  

Pinturas murales en la localidad de Ponce

Pinturas murales en la localidad de Ponce

/ Juan Serrano Corbella

Pero, sobre todo, San Juan es el Viejo San Juan, el casco histórico, declarado Patrimonio de la Humanidad. Una joya irrepetible a la que se conoce como la ciudad inexpugnable por estar prácticamente circundada de fortificaciones. Y es que Puerto Rico, que fue víctima de numerosos ataques por su posición estratégica, logró saborear la derrota de piratas tan temibles como Francis Drake, George Clifford o Ralph Abercromby, a lo que contribuyeron las obras maestras defensivas que los españoles sembraron por la zona: la Fortaleza, el Fuerte de San Cristóbal y el Castillo de San Felipe del Morro, un coloso que preside la bahía con bonitos atardeceres sobre el mar. Estos muros que abrochan la parte antigua han sido una potente barrera contra la modernización urbanística.

Al Viejo San Juan, que fue diseñado para no entorpecer la corriente de los vientos alisios que refrescan sus callejuelas, hay que pasearlo lentamente. Solo así se logra admirar sus fachadas coloniales de colores vivos con sus balcones repletos de flores. Bajo los pies, esos adoquines azulados que llegaron de Liverpool y son únicos en su especie. “Están fabricados con el hierro que antaño se empleaba para compensar el peso de los barcos”, explica Ojeda, mientras camina por este entramado tocado por la arquitectura neoclásica, en el que, a cada paso, asaltan coquetas plazas y cafetines con terraza. Así se llega a la Catedral, cuya construcción fue ordenada por Ponce de León, a la Capilla del Cristo, sobre la que pesa la leyenda de un milagro, o al Parque de las Palomas, en la parte alta de las murallas, donde estas aves no solo viven tan ricamente con vistas al océano, sino que hasta gozan de una dieta de 13 granos elaborada por un nutricionista. 

Galería Éxodo en San Juan

Galería Éxodo en San Juan

/ Juan Serrano Corbella

Paseo por el Viejo San Juan

En el paseo por el Viejo San Juan no hay que perderse la Casa Angosta, de apenas un par de metros de anchura, ni tampoco rincones tan especiales como el de la Calle de las Sombrillas, que desemboca en la Casa del Gobernador, o la Plaza de las Monjas, donde se alza el Hotel El Convento, de 1651, que conserva la atmósfera del esplendor colonial. Y para añadir sabor a la ruta está el Flavor Food Tour que, a lo largo de tres horas, permite disfrutar de auténticas delicias de la gastronomía local. Desde un buen café en Cuatro Sombras, el lugar de referencia del oro negro puertorriqueño, a bocados tan típicos como la alcapurria (fritura de yuca y guineo rellena de res o pescado) o el mofongo (plátano verde majado con chicharrón de cerdo y acompañado de carne frita o camarones en salsa), ambos en El Patio de Sam.    

Sombrerería El Galpón en San Juan

Sombrerería El Galpón en San Juan

/ Juan Serrano Corbella

Para más tarde, eso sí, habrá que dejar el trago por antonomasia de Puerto Rico: la piña colada, que nació hace casi 70 años en el mítico hotel Caribe Hilton, el más grande de la ciudad. Su artífice: Monchito, el barman de la que fuera la primera propiedad de la cadena fuera de Estados Unidos. En su intento de crear un cóctel de bienvenida que no ocasionara resaca, dio con la fórmula perfecta: 40 gramos de crema de coco, 80 gramos de zumo de piña y 20 gramos de ron blanco. Surgía así esta bebida evocadora del trópico que se convertiría en una de las más consumidas del mundo. En el país que fue su cuna hasta tiene una fiesta nacional, el 10 de julio, que es el Día de la Piña Colada. Tiempo habrá de tomarse una (o muchas) en San Juan, que presume de una efervescente vida noctámbula. A muchos les resultará exagerado, pero en esta ciudad se cuentan más establecimientos de ocio por metro cuadrado que en la mismísima Nueva York. En esto de hanguear, ya nos lo decían, no hay quien les lleve la delantera.

Es hora de abandonar el asfalto para ir en busca de la que está considerada la gran reliquia natural de la isla: el Parque Nacional del Yunque, un bosque lluvioso en el que se puede hacer senderismo, escalada, deslizamiento... o simplemente refrescarse en sus cascadas y riachuelos. Nos lo advierte Bradly, el biólogo que acompaña en la caminata: “La biodiversidad es asombrosa en este lugar, que fue la primera reserva española, designada por Alfonso XII”. Y razón no le falta. En el Yunque se ven helechos de 20 metros, heliconias, bambúes, caobas... y hasta ocho especies de orquídeas microscópicas, algunas del tamaño de una cabeza de alfiler. También yagrumos, los árboles con los que los antepasados predecían las variaciones del clima, y las dos palmas nativas de Puerto Rico que, “paradójicamente”, apunta Bradly, “no dan cocos en el país de la piña colada”. Pasada la lluvia, que no falta a su cita ni un solo día del año, se escucha la melodía del coquí, la rana endémica de color caramelo que mide más o menos como una uña. Es llamada así por el rítmico canto que emite: “co-quí, co-quí…”.

Cayo Luis Peña, frente a la isla de Culebra

Cayo Luis Peña, frente a la isla de Culebra

/ Juan Serrano Corbella

Cerca encontramos otra maravilla natural: Laguna Grande, la bahía bioluminiscente de Fajardo en la que, gracias al microorganismo dinoflagelado, al agitar el agua resplandece un halo de luz propio de la película Avatar. Hay que esperar a que caiga la noche para dar un paseo en kayak por los manglares y contemplar esta suerte de estrellas acuáticas que solo existen en cinco lagunas del mundo (tres de las cuales están en Puerto Rico). Para un buen baño, claro, mejor las playas. Especialmente las de Vieques y Culebra, los islotes que descansan a pocas millas de la costa este. Playa Flamenco, en el primero de ellos, ha sido elegida entre las más bellas del mundo, a pesar de la rareza que supone que sobre sus finas arenas perviva un tanque de la Segunda Guerra Mundial. 

Entre ron y café

En Puerto Rico los puntos más alejados apenas quedan a tres horas. Eso sí, saltar de un lado a otro de la isla implica salvar la espina de la Cordillera Central, tapizada de vegetación tropical, mientras salen al paso las haciendas de las que emanan los productos estrella. Uno es el café, cultivado en Yauco y Adjuntas, que quedó amenazado por el huracán María que azotó la isla en 2017. Por suerte, el cafetal de Jacana pudo salvar su especialidad premium Latitude18. El otro producto es el ron, cuyas destilerías se pueden visitar. La del Barrilito, en Bayamón, ofrece catas para degustar este néctar del que una botella de su gama más alta puede costar 750 euros.  

Restaurante La Alcapurria Quemá en la Placita de Santurce

Restaurante La Alcapurria Quemá en la Placita de Santurce

/ Juan Serrano Corbella

Así, entre ron y café, el camino se hace corto hasta Ponce, la segunda ciudad, conocida por una arquitectura modernista que recuerda mucho a la catalana y, sobre todo, por su tradición musical. Aquí, además de acceder en ferry a la isla Caja de Muertos (sic), se puede visitar el Castillo Serrallés (la casona de una familia de Barcelona enriquecida con el ron Don Q, llamado así en honor a Don Quijote) o seguir la ruta de las pinturas que colorean los muros recreando aspectos locales.

“Esta explosión de ritmos, de arte, de buen gusto, otorga a Ponce una identidad diferente”, explica orgullosa la guía Melina Aguilar, mientras señala el símbolo del lugar: un curioso Parque de Bomberos rojo y negro que ocupa la Plaza de las Delicias, aquí donde cada domingo, desde hace 140 años, toca la Banda Municipal. Es el momento de bailar, como se viene haciendo desde antaño, cuando se coqueteaba con el lenguaje del abanico: las mujeres indicaban, a través de sus aleteos, si estaban o no solteras e interesadas en la causa en cuestión, como si se tratara de un Tinder del siglo XIX. 

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