Kirguistán, el tesoro oculto de la Ruta de la Seda

Perdida en el corazón del continente, menos monumental que otros países vecinos pero con un paisaje virgen y casi desconocido, Kirguistán es el destino ideal para quien busca contacto con la naturaleza y con un pueblo que no ha sido contaminado por los vicios del turismo masivo.

Yurta en Song Kul.
Yurta en Song Kul. / Josep María Palau

Esta es una de esas repúblicas del corazón de Asia, con apellido terminado en tan, que en general han conocido momentos de gloria vinculados a la famosísima Ruta de la Seda. Kirguistán, la “Tierra de los kirguises”, es un lugar donde la industrialización parece haber pasado de largo o, al menos, haberse congelado décadas atrás, detalle que permite disfrutar de un país sin contaminación, paisajes espectaculares presididos por la cadena de Tien Shan o Montañas Celestiales, centenares de caballos cabalgando en estado de semilibertad por cualquier rincón y, con suerte, incluso avistar al esquivo leopardo de las nieves, siempre oculto en las alturas.

Caravasar de Tash Rabat, antiguo refugio en la Ruta de la Seda.

Caravasar de Tash Rabat, antiguo refugio en la Ruta de la Seda.

/ Josep María Palau

Por eso, no es casualidad que las etiquetas turísticas definan al país menos conocido de la región como la Suiza de Asia. Al igual que en la Suiza europea, en Kirguistán no veremos un papel tirado en el suelo, y aún menos, las montañas de plásticos que tanto nos deprimen en muchos sitios del planeta. El aeropuerto de la capital, Bishkek, es el anuncio preciso de lo que nos espera: limpieza absoluta, trámites sencillos y sonrisas al por mayor. En la puerta espera según lo previsto el 4x4 que hemos reservado, necesario para superar diversos tramos de pistas en las partes más remotas del país. El pago se ha realizado por adelantado a través de una conocida aplicación móvil, contradiciendo un poco la imagen bucólica que nos habíamos hecho, aunque el resto del viaje se encargará de disipar las dudas. Lo auténtico y lo moderno no son contradictorios. 

Una veintena de glaciares en Ala-Archa

De momento, conduzco lento por el tráfico errático de la ciudad, llena de edificios de corte soviético, y me sorprendo de ver que hay coches con el volante a la derecha o a la izquierda, indistintamente. Supongo que depende de los stocks llegados desde la India o de la China. Bordeamos la plaza de la Victoria, con su llama eterna y una escenografía grandilocuente dedicada a los muertos durante la Segunda Guerra Mundial, aunque la contienda no llegó a tocar directamente esta zona remota del Turquestán. La influencia de la antigua URSS se hace evidente en estos detalles y también en las estatuas dedicadas a los dirigentes soviéticos que aún quedan repartidas por el país, más por olvido que por otra cosa, si bien las van sustituyendo progresivamente por efigies de legendarios caudillos nómadas.

Tumbas cerca de Kazarman, en el centro del país.

Tumbas cerca de Kazarman, en el centro del país.

/ Josep María Palau

Bishkek no carece de atractivos, pero resulta mucho más agradable el Parque Nacional de Ala–Archa, a una hora escasa de la ciudad y con picos que se elevan hasta los 5.000 metros. Lo atraviesa el río del mismo nombre y es un destino muy popular en fin de semana para un pícnic en familia, practicar el senderismo e incluso el esquí, en temporada. Solo en esta “pequeña” reserva hay una veintena de glaciares. De hecho, la nieve será uno de los protagonistas del viaje en diversos tramos, a pesar de que la primavera hace rato que ha llegado.

La siguiente etapa nos lleva hasta la torre Burana, un bello minarete solitario que en realidad es el último vestigio de la ciudad de Balasagun, fundada por los turcos karajánidas en el siglo X. La dinastía tomó el apodo de combate de Kara Jan, el Príncipe Negro que se enfrentó a los chinos. Su ciudad fue derruida años más tarde por Gengis Khan, pero la torre ha quedado como uno de los iconos más reconocibles del país.

Vecinos de Kochkor.

Vecinos de Kochkor.

/ Josep María Palau

Junto a ella, sorprende un camposanto sembrado de lápidas que representan a los difuntos con un estilo muy naïf y que se conocen con el nombre de balbals. Asomando entre la hierba, parecen chiquillos jugando al escondite. Desde lo alto de la torre se intuye un brillo como de mar en el horizonte. Sin duda, debe tratarse del lago Issyk–Kul, uno de los grandes atractivos de Kirguistán, con nada menos que 182 kilómetros de largo y 60 de ancho que lo convierten en el segundo mayor del mundo de tipo alpino, después del Titicaca en América Latina.

Su orilla norte está bien servida por una excelente carretera que une Bishkek con algunos resorts turísticos muy apreciados por aquellos que quieren disfrutar de unas vacaciones de playa en este auténtico océano interior. La orilla sur se explora por una carretera más comarcal, más pintoresca, como descubriremos más adelante. Allí se concentran distintos campamentos estables de yurtas, como el de Bokonbayebo, donde se puede pasar la noche por muy poco.

Las antiguas tiendas nómadas están tan íntimamente trabadas con la cultura popular que hasta figuran, estilizadas, en la bandera de Kirguistán desde que el país se independizó con la Perestroika de Gorbachov en 1991. De día, el calor aprieta y apetece el baño, pero de noche la temperatura desciende muchos grados, ya que estamos en altura, y la protección de unas paredes de tela o piel es más efectiva de lo que cabe pensar. De forma redonda, en el centro del techo de la tienda hay un agujero que permite salir el humo de la hoguera, pero también entrar la luz del día o contemplar las estrellas, creando una conexión simbólica de sus ocupantes con el universo, según la tradición.

Mezquita Azul de Naryn.

Mezquita Azul de Naryn.

/ Josep María Palau

Pero antes de llegar allí, nos dirigiremos al este del gran lago, a Karakol, una antigua guarnición militar que se ha reconvertido en base de senderistas y montañeros. El pueblo tiene cierto aire de asentamiento de pioneros, con abundancia de casas de tejado a dos aguas y decoración de marquetería de madera, muy del gusto ruso–asiático que también se puede encontrar en Irkutsk, la ciudad siberiana donde se detiene el Transiberiano.

La llegada a la luz de la tarde es idílica, acompañados por enormes rebaños de ovejas y caballos guiados por sus pastores montados. Una verdadera escena de película. A la mañana siguiente, un desayuno abundantísimo nos espera en el comedor del hotel. La exageración en la comida que se ofrece al viajero es norma en esta cultura, nómada hasta hace muy poco. Antes, como mínimo había que dar pan y leche de yegua fermentada al recién llegado, y todavía hoy, en las bodas se saca a la hora del postre una gran fuente rebosante de carnes y fideos que los invitados saben que no es para consumir en el momento, sino para llevarse a casa en un túper.

Puesto de panes en el bazar Jayma.

Puesto de panes en el bazar Jayma.

/ Josep María Palau

Así que repletos de calorías, nos adentramos en el remoto valle de Jyrgalan, pegado al Kazajistán y donde hace tiempo había una mina de carbón y ahora, un auténtico vergel entre montañas. Pero en realidad nuestro objetivo es llegar a Inylchek, desde donde es fácil contemplar los picos Khan-Tengri (7.010 m) y Pobeda (7.439 m), justo en la frontera con China. La presencia de los vecinos se manifiesta poco antes de llegar a la población, ya que el primer control policial de la República Popular se ubica dentro del territorio kirguís, por motivos de seguridad, según nos informan. Es necesario un permiso especial para pasar, aun sin haber abandonado el país.

De regreso, y tras bordear la costa sur del lago Issyk–Kul, llegamos al cruce de caminos de Naryn, una ciudad conocida por su Mezquita Azul, construida en 1993 con capital de Arabia Saudí. Una pista sin asfaltar lleva en dirección suroeste al caravasar de Tash Rabat, un antiguo refugio en la Ruta de la Seda que se construyó en el siglo X sobre los restos de un monasterio cristiano nestoriano o bien uno budista, según las fuentes. ¡Lo que debía suponer este pequeño y compacto refugio para los comerciantes que en su día conseguían cruzar el paso de Torugart!

Minarete de Uzquen.

Minarete de Uzquen.

/ Josep María Palau

Por nuestra parte, después de visitarlo nos proponemos llegar hasta el lago Song Kul, “el último lago”, el segundo en dimensiones del país. Tomamos un café cargado en Kochkor, donde todos nos saludan con entusiasmo, y seguimos trepando por montañas kársticas por encima de los 2.800 metros, para acabar comprobando lo que nos habían advertido: en esta región, la nieve está presente hasta 200 días al año, y un grosor que supera los dos metros hace del todo imposible seguir por la pista, ni apurando la reductora del coche. Habrá que dar unos cuantos tumbos por caminos enfangados y solitarios para poder contemplar, al fin, el espejo de agua. 

Entre bellas montañas y caballos al galope

Pero si la aventura para llegar a Song Kul nos ha parecido intensa, el intento de alcanzar el famoso mercado de la ciudad de Osh, al sudoeste del país y atravesando el paso de Kazarman, no se va a quedar atrás. Una autopista nueva, construida por ingenieros chinos, nos permite avanzar a buen ritmo entre montañas nevadas que brillan al sol. Poco a poco, el hielo se va acercando a nosotros hasta que nos descubrimos circulando por un pasillo excavado entre imponentes bloques helados, compactos.

Bazar de Jayma, en Osh.

Bazar de Jayma, en Osh.

/ Josep María Palau

De pronto, unos obreros con palas en las manos salen a nuestro paso: un desprendimiento, pocos metros más adelante, nos llevará a insistir en nuestro intento de llegar a Osh… dando un “pequeño” rodeo de 800 kilómetros y superando tres pasos de montaña de más de 2.000 m. Pero no hay mal que por bien no venga, ya que el desvío nos obliga a pasar cerca de la cadena de Suusamyr–Too, donde el horizonte es una sucesión de montañas superpuestas, pintadas con toda la paleta de tonos cálidos imaginables gracias a la oxidación de los metales que contienen.

Si su belleza impresiona, el hecho de irse cruzando constantemente con manadas de caballos al galope acaba de formar uno de aquellos recuerdos que perduran. También pretenden quedar en la memoria los silenciosos habitantes de las “ciudades de los muertos” que encontramos en ruta, sólidos mausoleos que vistos de lejos parecen pueblos extensos, más estables que algunas casas del país.

Cadena montañosa Suusamyr Too.

Cadena montañosa Suusamyr Too.

/ Josep María Palau

Hasta fecha muy reciente, el nomadismo era la norma de vida en Kirguistán, tal y como se desprende del proverbio local “el caballo son las alas del hombre”, pero el sedentarismo impuesto a mediados del siglo pasado ha derivado de rebote en inesperado culto a los difuntos, que se demuestra en tumbas hechas con voluntad de durar. En ellas se mezclan elementos chamánicos, islámicos, soviéticos y tradicionales kirguises.

Los montes ceden finalmente y accedemos al lago Toktogul, donde absolutamente todos los restaurantes de alrededor sirven pescado frito como plato único. Habrá que esperar a llegar a alguna gran ciudad, como Jalalabad, para animar un poco el menú. Allí nos recibe una gran portalada que cruza de parte a parte la carretera, como es habitual en el país, y una estatua dorada de Lenin, sentado en medio del parque Pushkin, frente a unos grandes almacenes.

Al verme tomar fotos del monumento, algunos curiosos se acercan a preguntarme si soy un ruso nostálgico. Mi nula fluidez con el idioma pronto aclara el error, pero eso no quita que acabe fotografiado en un montón de selfies tomados con ellos. Menos anecdótico y más impactante es el gran minarete de Uzquen, situado en un complejo de mausoleos del siglo XI que exhibe mil filigranas realizadas con barro cocido que desafían al tiempo y a la historia. Una maravilla que encontramos por casualidad y que anima la jornada.

Afueras de Bishkek.

Paisaje en el sur de Issyk-Kul desde el valle de Jyrgalan.

/ Josep María Palau

Las montañas áridas y las cumbres heladas van dejando paso a una temperatura mucho más alta y a una sucesión de cultivos de hortalizas punteados por el blanco rosáceo de los cerezos en flor. En los tramos más lentos de la carretera, los agricultores ofrecen a la venta grandes manojos de espárragos, ya que es temporada. Sin duda, nos adentramos en el valle de Ferganá, una depresión fértil situada entre los montes Tien Shan y Alai, la más poblada de Asia central.

Compartida por Kirguistán, Tayikistán y Uzbekistán, justifica por sí sola la existencia del gran mercado de Osh, donde por fin llegamos tras dar muchos tumbos. Un paseo por el bazar de Jayma responde exactamente a lo que uno espera de una encrucijada en Oriente: telas coloridas, los típicos sombreros kirguises de fieltro y ala terminada en cuatro puntas… También montañas de panes planos, fragantes, donde cada maestro artesano imprime su sello personal en medio a modo de firma; grandes sacos de zanahorias clasificadas en tres categorías y precios, que son naranja, amarilla y ¡sucia! —el trabajo de limpiarlas se paga aparte—, y un largo etcétera de productos coloridos y más o menos deseables. 

Mausoleo en Uzquen.

Mausoleo en Uzquen.

/ Josep María Palau

Después del bazar, encaminamos nuestros pasos hacia la montaña de la Silla del Diablo, un mirador natural de roca que se alza sobre la ciudad y los edificios constructivistas, pero también de aire zarista, que componen el paisaje urbano. Atravesamos un parque de atracciones en el que hay un avión comercial en desuso instalado en medio, a modo de atracción para niños y mayores, para acabar buscando el confort de una taza de té en un local de aires modernos donde, sin embargo, nos sirven la bebida al modo tradicional, “con respeto”, es decir, llenando solo media taza. Servir más da a entender que quieren que te vayas. En cambio, verter una pequeña cantidad implica que hay alguien dispuesto a seguir llenándola todo el tiempo, a hacerte sentir que estás en casa. Y debo decir que la fórmula funciona. 

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