Donde los guapos, por Jesús Torbado
Existe una pulsión, una fuerza irracional que lleva a los humanos a seguir la senda del personaje alfa del rebaño.
Habrán pasado casi treinta años de un suceso que tampoco era del todo novedoso entonces, pero que conmovió al sentimentalismo turístico universal. Sus secuelas siguen tan vivas hoy, que el hallazgo debe de figurar sin duda en los manuales más básicos de los estudios de esta joven ciencia.
La última y sonora explosión del negocio que se ha divulgado hasta ahora es el alquiler a trozos de la anterior vivienda del director cinematográfico italiano Franco Zeffirelli en Positano, en la preciosa y pretenciosa costa italiana de Amalfi. Por cinco mil euros la noche no se ofrecen allí lujos distintos a los que se venden en otros lugares, sino principalmente el fetichismo de su antiguo dueño y los espectros de los muchos personajes que visitaron el lugar y durmieron en aquellas -o en otras- camas: la Callas, la Taylor, Laurence Olivier y docenas de amigos ilustres del mismo sexo particular que el artista propietario.
No debo yo burlarme de estas cuestiones, pues hace muchos años pagué diez dólares de sobreprecio por dormir en el incómodo y ruidoso cuarto del Hotel Pera Palas de Estambul, en el que solía hacerlo, con medio siglo de anterioridad, la prolija novelista inglesa Agatha Christie. El 411, juraban. (Estaban también el de Loti -108-, el de Garbo -103-, el de Mata Hari, naturalmente el de Hemingway...). Parece que sus ADN reposaban todavía por los rincones de aquellas habitaciones y eso daba derecho al recargo. Me arrepentí más tarde de aquel dispendio de viajero principiante y nunca más volví a repetirlo, desde luego. Por cierto, el colega Manu Leguineche escribió hace diez años un estupendo libro sobre los hoteles-fetiche, que son docenas.
Mas el suceso al que me refería al principio fue la invitación que cursaron a Estefanía de Mónaco, entonces una especie de andrógino juvenil, desde la isla Mauricio, que pocos viajeros y turistas conocían entonces. Aunque entonces estaban en mantillas los programitas rosas y populares de las televisiones y aunque las revistas guardaban una cierta compostura, el bombazo publicitario que supuso aquella bobada fue mundial. Como si un arcángel de Fra Angélico hubiera aterrizado en el Índico. De pronto todos los turistas europeos que disponían de dinero abundante querían ir "adonde había ido Estefanía", fuera lo que fuese aquello. La operación convite fue tan exitosa que Mauricio se convirtió en una joya del turismo, mina de oro para sus entonces pobres habitantes cosecheros de caña de azúcar. Y aún en los fastuosos hoteles de la isla cuelgan hileras de fotos de gente popular o famosa o simplemente publicitada, como anzuelos para los nuevos huéspedes.
Pues existe realmente una pulsión, un morbo, una fuerza irracional en los humanos que los lleva a seguir la senda del personaje alfa -supuestamente alfa- del rebaño. El mismo que empuja a las multitudes a aglomerarse, empujarse y ahogarse ante la presencia o el efímero paso de alguien conocido, aunque sea muy pequeñito. Por eso mismo hacen bien los líderes del negocio turístico anunciando sus productos con ese tipo de reclamo de huellas y presencias, ya incluso grabadas en mármol en las paredes y en los cuartos de baño: aquí comió fulanito, allí se dio un leñazo menganito, este es el crucero que hizo el guapo perengano, en este hotel, en esta playa, en este rincón se alivió zutanona.
Y así los empresarios de la Costa del Sol española continúan bailando el rigodón por aquella visita agosteña de la señora Obama con su nena. El espectáculo de emoción, arrobo, sometimiento y sentimentalismo fue de veras suntuoso. La mitad de los habitantes de Norteamérica, decían, querrán venir a toda pastilla a comer un helado de chocolate en Granada, a bracear como la pequeña Sasha en Estepona. Bien, en este caso, enhorabuena; como entonces a Mauricio y como mañana al dueño de la mansión de Zeffirelli.
Así es el turismo; así son los turistas.
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