Bayreuth, el capricho de Wagner
Palaciega y barroca, esta ciudad alemana de Franconia es famosa por su relación con el músico, quien dejó la huella de su controvertida personalidad y de sus ansias de grandilocuencia.
Hay ciudades tocadas por la varita del arte que quedan asociadas a un nombre para la eternidad. Ciudades rendidas a una figura universal en cuya huella resguardan su gloria. Bayreuth, la coqueta población del corazón de Alemania, es conocida en el mundo entero como la ciudad de Wagner, a pesar de que el genial compositor ni nació ni murió bajo su sombra.
Sí dejo un rastro indeleble en su productiva estancia de diez años (1872-1882) patrocinados por Luis II de Baviera. El famoso Rey Loco, obsesionado con su música, no sólo financió la construcción de su casa familiar, sino que también cedió los terrenos para el que sería su gran capricho: el Festspielhaus, un teatro de la ópera concebido para representar sus obras con la mayor de las grandilocuencias.
Por aquel entonces Bayreuth era un rincón floreciente al que Guillermina, la hermana de Federico el Grande, había barnizado de cultura. Gran amante de las artes, mandó levantar monumentos con extraordinarios jardines, como el Palacio Nuevo (Neues Schloss) o el apacible Eremitage, donde se une la jardinería rococó con el paisajismo inglés. También la ciudad gozaba de reputada tradición musical gracias a la Ópera del Margrave, el teatro barroco más ostentoso de Europa, declarado tiempo después Patrimonio de la Humanidad. Un auditorio que vio desfilar sobre su escenario a la flor y nata del siglo XVIII.
Para Richard Wagner, sin embargo, resultaba demasiado modesto, insuficiente para su magna obra. Porque lo que el compositor pretendía era llevar a la práctica su ambiciosa idea del arte total: describir con la música el resto de las disciplinas, tales como la pintura, el teatro o la poesía. Así alumbró el Festspielhaus, inaugurado el 22 de mayo de 1872, el mismo día en que su artífice cumplía 59 años. Un teatro que, dejó por escrito, sólo podrá acoger a sus óperas “mientras la piedra lo mantenga vivo”.
Singular, inconfundible, atípico, se dice que a ninguno imitó cuando fue construido y que ningún otro después logró parecérsele. Sencillo por fuera, su interior refleja el gusto wagneriano por los cánones de la Antigüedad. En los colores (el rojo de Pompeya, el azul del cielo de Grecia), en el foso cubierto (nadie puede ver la orquesta) y en el escenario especialmente ideado para sus épicos decorados. La acústica, avalada por los expertos, es sencillamente soberbia, de las más apreciadas del mundo.
Con El Anillo del Nibelungo, conocido como la Tetralogía del Siglo (El oro del Rin, La valquiria, Sigfrido y El ocaso de los dioses) dio comienzo el Festival de Wagner en 1876. Un acontecimiento mundial al que asistieron figuras de la talla de Guillermo I de Alemania, el filósofo Friedrich Nietzsche o los músicos Chaikovski y Liszt. Desde entonces y hasta nuestros días, Bayreuth en general, y este recinto en particular, son la meca de la ópera clásica. Durante cinco semanas en los meses de julio y agosto, la ciudad atrae cada temporada a más de 60.000 aficionados. Cuentan que ha habido obras, como aquella de Tristán e Isolda dirigida por Daniel Baremboin, a las que el público dedicó una ovación que llegó a superar la hora y media.
El Festspielhaus, que no pudo librarse de su asociación con el nazismo (una exposición en sus jardines rinde tributo a aquellos artistas que fueron víctimas de su atrocidad), es la última de las paradas del Walk of Wagner que recorre los puntos de la ciudad relacionados con el compositor. Un itinerario señalizado con marcas en el suelo y que arranca en la que fuera su casa, la Haus Wahnfried, hoy reconvertida en museo. Aquí, en la parte trasera, una lápida desnuda, anónima y sin epitafio guarda los restos del genio. Otro gesto desconcertante de su propia megalomanía: él mismo dijo que su identificación no sería necesaria.
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