Vivir sin Sigmund Freud, por Carlos Carnicero

Me pregunto cómo fue posible vivir tanto tiempo sin Freud mientras hago tiempo para ir a mi psicoanalista.

Vivir sin Sigmund Freud, por Carlos Carnicero
Vivir sin Sigmund Freud, por Carlos Carnicero

La palabra permite, como ninguna otra herramienta, circular las emociones. Es cierto que existe un lenguaje no verbal, gestual, que facilita la comunicación cuando no se comparten los idiomas; pero la palabra es el mejor utensilio para un viaje considerado como síntesis de una situación excepcional. La palabra permite traspasar los paisajes, entender las ciudades y conocer las culturas.

Hay ciudades emblemáticas en las que la circulación de la expresión verbal define su alma profunda. Los vieneses inundan los cafés a cualquier hora; leen los diarios atravesados por soportes de madera para facilitar que no se descompongan en el uso de información compartida, donde el tiempo se detiene alrededor de una taza de café. A veces, el silencio también se escucha. En Nueva York, todo tipo de actos sociales reúnen a sus habitantes, que conversan por el placer de compartir experiencias, criterios y diatribas. Roma, más que conversar, gesticula, y en Estambul, el silencio de sus cafés, en las horas somnolientas del mediodía, sólo es comparable al de Alejandría.

En Buenos Aires la palabra es fundamentalmente telúrica: nada más sentarte en un taxi, al percibir el conductor el acento del otro lado del Atlántico, se interesa por el lugar de procedencia para reafirmar orígenes cruzados. Luego vienen los consejos.

El mejor lugar del mundo para viajar o vivir solo, con la esperanza de no permanecer en esa situación, es Buenos Aires. Todo tiene una explicación que se busca en discursos construidos en un castellano peculiar que acomoda la conjugación de los verbos en español de una manera diferente. La primera tentación del visitante es imitar la pronunciación, el deje y los vocablos genuinos; es un intento ridículo porque lo que se admira es la diferencia.

Tengo un montón de amigos en Buenos Aires y todos recurren al psicoanálisis. Buscar la explicación de las cosas es un deporte más arraigado que el fútbol, donde el poso de la cultura centroeuropea ha cuajado en generaciones sucesivas. El porteño le busca explicación a cualquier conducta y esa actitud es tan contagiosa que incluso los españoles, que por naturaleza actuamos sin saber cuáles son los vectores íntimos que nos empujan, terminamos por buscarle esclarecimientos a cada uno de nuestros actos. ++Al final se produce un cambio de conducta. Y para resumir que la conversación no ha dejado ningún cabo suelto ni ha provocado malentendidos existe una pregunta final que es liturgia obligada: "¿Todo está bien? Resumen, síntesis, que asegura que la palabra no produjo efecto contrario al deseado, que no hubo heridas verbales inesperadas y que las cosas quedaron en un punto donde podrán ser retomadas.

La tradición judía es el sustento virtual del psicoanálisis desde que Sigmund Freud trató de relacionar lo consciente con lo que se esconde en capas más profundas del cerebro. Explicar los actos en experiencias acumuladas sin haber sido percibidas es un ejercicio intelectual que estoy seguro de que prolonga la vida.

No hay nada mejor que tratar de comprender el por qué de las cosas y de entre éstas las razones de los comportamientos humanos. Llegados a ese punto, la palabra circulante se convierte en una obsesión por entender lo que apenas se percibe. Sentado en la vereda de un café de La Recoleta, a pesar de que está entrado el otoño, a punto de iniciar una conversación con cualquier desconocido, termino por preguntarme cómo fue posible vivir tanto tiempo sin Sigmund Freud. Digo todo esto mientras hago tiempo para acudir a mi psicoanalista.

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