De Santiago de Chile a Montevideo, por Carlos Carnicero

Impresiona dominar las alturas de la carretera de los Andes en cada curva que serpentea el autobús.

De Santiago de Chile  a Montevideo
De Santiago de Chile a Montevideo / Ximena Maier

Aterrizo en Santiago de Chile y de nuevo me es imposible encontrar la esencia oculta de la ciudad. No viajé a Chile hasta que fue elegido Ricardo Lagos. Tuve el privilegio de acompañarle en su primer viaje oficial como presidente constitucional de Chile. Fuimos a la Patagonia, camino de la Antártida. Un viaje hermoso, primero en avión, luego en avioneta y después en una lancha de la Armada Chilena por el río O''Higgins. Lagos es un humanista, un hombre de bien. Asistí con curiosidad al primer encuentro del presidente socialista con el jefe del Ejército del sur. Todavía quedaban huellas de la barbarie militar en Chile. Nunca se borrarán porque nunca fueron castigadas.

La Plaza Italia sigue siendo el muro que separa dos mundos. El popular, indígena y empobrecido, aislado del universo que los neoliberales crearon en la dictadura de Pinochet. Todavía están vivas las huellas de esa disgregación. El nuevo Santiago son rascacielos, urbanizaciones de lujo y enormes centros comerciales. No hay rastro de ciudad; solo mecanismos de consumo. Son dos países que se observan y se distancian.

Retomo el viaje hacia Argentina en autobús de línea. Cruzo los Andes en época equivocada: su majestuosidad está amenazada por la escasez de nieve; solo quedan los hielos perpetuos. Impresiona dominar esas alturas en cada curva que serpentea el autobús. Llegamos a los valles donde se inspira el vino de Mendoza. Siguiente etapa: de nuevo Buenos Aires. Respiro hondo la humedad y el calor de la ciudad del Río de la Plata. Me siento cómodo en el caos. Ahora ya no está Cristina en la Casa Rosada. Mauricio Macri sostiene los primeros escarceos con el peronismo en la oposición. En Enero la ciudad está vacía. Solo quedan de guardia los mecanismos de la especulación, que nunca descansan. Calculo un incremento del 40 por ciento de los precios en los últimos nueve meses. Nadie protesta; están acostumbrados a lo inevitable. Cambio euros en una cueva. Ya no hay emoción. No está prohibido porque Mauricio Macri le ha quitado el cepo que le puso Cristina al dólar. Un argentino que se precie tiene que burlar la ley; hacerse un maestro. Es la mezcla española e italiana. Para no ser menos que los mexicanos, tres capos de la droga se han fugado de un penal de alta seguridad. Las casas de apuestas del imaginario argentino especulan sobre los políticos complicados en la escapada.

A pesar de los precios, regreso a cenar a Osaka. Mixtura culinaria de Japón y Perú. Sigue siendo sublime, con precios de Nueva York. Está lleno; casi todos son turistas. Descubro que el chef primigenio de Osaka, Jan van Oordt, ha abierto su propio local: Páru Inkas Sushi Grill. Lo promociona anunciando que es un 30 por ciento más barato que Osaka, con las mismas recetas que él inventó. Todavía no he tenido tiempo de visitarlo.

Amanece en la ciudad ahora desierta. Me desplazo al punto de embarque del Colonia Express. La línea de ferry que une Buenos Aires con Colonia Sacramento, en Uruguay. Nunca he visto un caos tan minuciosamente organizado por quienes quieren convertir el embarque en una pesadilla. Hay muchos maestros en el arte de convertir las rutinas en desvaríos.

Uruguay sigue siendo una patria sigilosa. Camino las calles empedradas de la ciudad vieja. Se conserva como fue; tanto, que se hace un poco insufrible. Nos quejamos de la modernidad que finalmente terminamos por extrañar. Hay una cucaracha en la sopa de cebolla y la carne está dura. Un viajero tiene que tomar nota de las contrariedades sin amargar su viaje. Nada más llegar a Montevideo asisto a mi ceremonia religiosa laica en el Museo de Joaquín Torres García. Soy creyente de su arte, que no es solo su pintura. Mucho antes de que nadie diera el pecho a su hijo en el Congreso de los Diputados, Joaquín Torres García se desplazaba por el mundo con los baúles de sus lienzos, su mujer para siempre, Manolita, y sus hijos. Lo hacía sin aspavientos y con dignidad. Era un vanguardista de su propia vida. Lo admiro; lo idolatro. Uruguayo hasta las cachas desde sus raíces catalanas. Me gustaría poder conversar con él, ahora que está muerto.

Estoy cansado y feliz de este periplo. Me siento parte del paisaje. Duermo profundo y sueño con volver cuando todavía no me he ido. Esa es mi naturaleza sostenida en la inquietud de descubrir de nuevo lo que ya he conocido. Me siento satisfecho.

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