Safari por Jesús Torbado

Los modernos safaris facilitan la supervivencia de especies en delicada situación y de las personas que malviven en sus cercanías.

Safari por Jesús Torbado
Safari por Jesús Torbado / Raquel Aparicio

Milagrosamente, y cuando pocos lo vaticinaban, los viajes de crucero marítimo se convirtieron en comidilla de revistas del corazón y tentación de clase media recién promocionada. Ya no viajan en los lujosos barcos las viudas millonarias y los barones dueños de siderurgias, de riñón bien cubierto, sino los mayoristas de pollos congelados, los funcionarios de nivel medio, los sindicalistas liberados y los comisionistas de éxito, tipo el famoso hijo sevillano Iván Chaves. Incluso las dueñas de peluquerías de barrio, los pastores evangélicos y los instaladores de cocinas.

Una asociación de hábiles empresarios turísticos consiguieron atracar barcos suntuosos y gigantescos, superhoteles flotantes y superpoblados, llenos de diversiones, que por un precio razonable -aunque las excursiones extras y las propinas lo encarecían mucho- paseaban a los turistas, que no viajeros, por medio mundo litoral. A nadie le importaba esperar tres horas para subir a las empinadas calles de Santorini a comprar un souvenir, acercarse a Roma para tomar con el móvil una fotografía del Vaticano o esconderse del calor tropical de Jamaica bajo el aire acondicionado del navío. Nadie iba de viaje, sino de fiesta, de baile, de noches locas, mucha comida y exhibición de vestuario, envidia de las amigas cuando vieran las fotos.

También de modo imprevisto se encaraman ahora a las torres de la moda otros viajes más incómodos y más sustanciosos. También más solidarios, que es asunto de moda. Han aparecido en los últimos años unas cuantas empresas dedicadas a pasear a sus clientes por las sabanas y montañas africanas. Esos paseos suelen apodarse safaris, que es palabra suajili (lingua franca del África oriental) que sencillamente significa viaje. Aunque haya sido corrompida por el cine y fuera entendida como expedición aventurera para matar animales.

Ya no son lo que eran los safaris, afortunadamente. Los leones, las hienas y los cochinos hipopótamos pueden vivir y gozar de su vida bien tranquilos. Les basta soportar las cada vez más abundantes visitas de extraños vehículos en los que se esconden o descubren cientos de personas armadas de prismáticos y de cámaras fotográficas. Por cierto, cierto número de fotógrafos profesionales se ha reconvertido en guías y maestros de estas apacibles expediciones.

Si estas aventuras no son baratas, han alcanzado un alto grado de calidad y eficacia, gracias a entusiastas guías bien capacitados y sabios en la vida animal. Españoles muchos de ellos, por cierto. Camiones bien adaptados al fin perseguido, campamentos de calidades varias -desde instalaciones lujosas a modestos pero seguros chiringuitos- e invenciones de todo género permiten relacionarse con nuestros hermanos mamíferos. De paso, su dinero -las entradas a los parques son lo que más encarece el viaje- sostiene a países enteros, que apenas podrían vivir de otro negocio. Kenia, Tanzania, Botsuana, Mozambique, Suráfrica..., la mitad del antiguo continente negro (ahora llamado subsahariano). A veces ocurre que en la época de malas cosechas o hambrunas incluso los animales son las primeras víctimas. Hace ocho años, en dos días de búsqueda en la reserva de Bouna de Costa de Marfil no conseguimos ver ni un ratón. Los vecinos se habían comido todos los animales.

Los modernos safaris, pues, facilitan la supervivencia de especies en muy delicada situación vital y de las personas que malviven en sus cercanías. Ahí aparece lo solidario. Son, por lo tanto, un modelo de viaje muy superior a los cruceros. Y que hace olvidar las miserias de aquellos cazadores, asesinos verdaderos, que alardean de haber abatido elefantes, jirafas, leopardos, osos, cocodrilos... Solo por diversión y por presumir. ¿De qué? Aún quedan muchos, por cierto. Y poderosos.

Claro que especialmente en este campo el viajero turista debe saber exactamente adónde va. Se han visto mozas pizpiretas intentando escalar el Kilimanjaro con zapatos de tacón de doce centímetros o corriendo por las frías sendas del Ngorongoro en biquini, a señoritillos urbanícolas incapaces de comer un plato de arroz cocido sur place con jugo de baobab y a buenas señoras aterrorizadas ante la proximidad de un guepardo, de un babuino juerguista o de una familia de moscas. Creían todos que iban a un zoo con horario controlado. A los safaris, de lujo o de low cost, hay que saber ir. Y por qué se va. Todavía son un tipo de viaje que vale mucho la pena.

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