Mi primer viaje a USA, por Espido Freire

En el libro 'Mi primer viaje a USA', Carmen Laforet nos muestra qué significa abandonar, tomar aire y regresar a una realidad gris

Ilustración Espido Freire

Espido Freire. 

/ Kike Lucas

Comienza el curso con un centenario nuevo, el del nacimiento el 6 de septiembre de Carmen Laforet, esa escritora precoz y enigmática a quien le debemos Nada. Ganó la primera edición del Premio Nadal en 1944, y describía con una precisión dolorosa la mordaza invisible de los jóvenes que habían heredado las consecuencias de la guerra y una sociedad que sufrieron por el resto de su vida.

Había nacido en Barcelona, creció en Gran Canaria, y regresó a la península para estudiar dos carreras que nunca finalizó. A los veinte años, Laforet había viajado más que la mayoría de las jovencitas de su época: Los trenes eran lentísimos, cuenta, y salíamos de ellos negras de carbonilla. Recuerdo que de Madrid a Ávila tardaban cinco horas por lo menos, si no había retrasos: que siempre los había.

En realidad, casi todos sus viajes tuvieron algo de inacabado: se iniciaban con un propósito concreto que después se desvanecía, se transformaban en algo diferente y fascinante. Resulta inevitable compararlos con sus novelas y con su decisión de no publicar siendo aún joven, devorada por su propio perfeccionismo, por la inseguridad generada por su alto nivel de exigencia y por la ferocidad del ambiente literario que la rodeaba. Reinos belicosos, los definía, en los que me consideran la enemiga de todos. O tonta, o malvada, o lo que sea. Todo son envidias, enemistades, rencillas.

Encontramos estas palabras en su correspondencia con Ramón J. Sender, a quien conoció durante una estancia en Estados Unidos en 1965: Sender, veinte años mayor que ella, se había exiliado a EEUU en 1939, el mismo año en el que Carmen volvía a Barcelona para estudiar. En ese momento nació una amistad fiel y duradera, y, aunque Carmen no lo supiera entonces, germinó también un interesante libro de viajes que se publicaría en 1981, con un título de una sorprendente sencillez: Mi primer viaje a USA. El que proponía su editor, Paralelo 35, le parecía pomposo e inadecuado.

El libro es una delicia, la oportunidad de compartir con la autora la sorpresa y la fascinación por un país joven en una época trepidante. Un libro de viajes en el sentido clásico de la palabra, alejado de la guía fácil, o de la obviedad del espacio común. Nos muestra una interpretación profundamente personal, qué significaba abandonar, tomar aire y regresar a una realidad gris y mediocre. De las notas tomadas en trenes y habitaciones de hotel surgió este libro. De la primera impresión fresca y viva con paisajes y personas y ambientes desconocidos.

No sería el último gran viaje de Laforet. Visitó Polonia en 1967. Cuando se separó en 1970, en unas condiciones emocionales y económicas precarias, abandonó también físicamente la vieja vida: primero fue París, y después Roma, en el Trastevere, donde vivía una de sus hijas. Fue lo más importante de esta época de mi vida, de este periodo de esfuerzo por salirme de ese fondo agotado de mí misma. Allí le aguardaban Rafael Alberti y María Teresa León, María Zambrano y Pablo de la Fuente. Extranjeros en Roma, aliados improbables, afinidades de palabra y de entendimientos.

Yo no soy luchadora, le decía a Sender, que la empujaba a escribir de nuevo. Robe tiempo al tiempo y escóndase y siga trabajando. Tiene un gran talento que no es ya propiedad suya sino de todos nosotros. Laforet no le hizo caso. La suya continuó siendo la mirada atónita de quien llega a un lugar ajeno e inexplicable, de quien es demasiado inteligente para discutir o para un juicio ligero. Su obra ha sobrevivido a casi todos los reyezuelos de esos reinos belicosos; una lección formidable de la palabrería vencida por el silencio.

Tags _

Síguele la pista

  • Lo último