La primavera estaba en el hortal o ver Japón sin los cerezos en flor, una columna de Patricia Almarcegui

"El primer cerezo con flores lo encontré en Kioto en el barrio de Gion, de camino al templo de Yasuikonpiragu. Fue esperanzador".

Ilustración para columna de mayo de Patricia Almarcegui.
Ilustración para columna de mayo de Patricia Almarcegui. / Raquel Marín

He vuelto a Japón por trabajo. Ha sido mi tercer viaje y esta vez intenté coincidir con los cerezos en flor; pero, claro, ellos florecen cuando quieren y cuando pueden. En 2018 fue diferente, allí estaban y yo no los había buscado. Ahora se retrasaban. Del 21 de marzo pasaron al 23; del 23, al 25; del 25, al 27, y más adelante yo tenía que volver. El viaje es también una cuestión de mirada y surgió (más bien brotó, que diría el espíritu sensitivo y sensorial de Japón) otra forma de mirar. 

El primer cerezo con flores lo encontré en Kioto en el barrio de Gion, de camino al templo de Yasuikonpiragu. Fue esperanzador. Asomaba desde un patio interior y cubría el chaflán de una calle, muy cerca de las callejuelas por las que caminan las maikos (aprendices de geishas) antes de ir a las clases de canto, danza, música y teatro. El segundo y centenario fue en el templo de Kitano Tenmangu. Ni siquiera había brotado y yo escribí en el teléfono, “venir a verlo cuando regrese a Kioto en unos días”. El jardín Korakuen de Okayama seguía hibernando. Sin embargo, al fondo, en la parte dedicada a la primavera, había ciruelos floridos. Saqué mis hojas y releí al escritor Yasunari Kawabata y su discurso del Premio Nobel en 1968: cuando entramos en contacto con las cuatro estaciones es cuando más pensamos en quienes amamos y deseamos compartir con ellos esa felicidad.

Vi un cerezo gigante en el exterior del templo Ryoanji y una mujer a mi derecha lloró de emoción

Una garza sobrevoló un ciruelo con flores en Hiroshima y vi dos cerezos enclenques en la isla de Miyajima de camino al templo de Daishoin. El río a su paso por Arashiyama en Kioto estaba lleno de barquitas de paseantes. De bajada del bosque de bambú, me crucé con uno y reconocí en el paisaje el imaginario de los grabados ukiyo-e del siglo XIX.

El Paseo del Filósofo (uno de los sitios míticos para ver la floración) seguía con los cerezos numerados y allí encontré. Yemas, brotes, nudos, pétalos, esfuerzo y violencia. Como dice el filósofo Suzuki Teitarō Daisetsu, el universo y la vida deberían vivirse al igual que a través de las flores de un árbol: siempre a punto de perecer.

Había pasado una semana desde mi llegada y el frío era cada vez mayor. La sakura se retrasaba, aunque a veces daba alguna tregua. Vi un cerezo gigante en el exterior del templo Ryoanji y una mujer a mi derecha lloró de emoción. El centro espiritual del budismo de Japón, Koyasan, estaba nevado y los cerezos eran solo sombras, en Ise, el centro espiritual del sintoísmo del país, no parecían esperarlos. Solo había turismo nacional y miraban y escuchaban los cantos rodados del río Isuzu del Santuario Interior que, aseguran, son deidades o kami. Un grupo esperaba en un pequeño estuario a que llegara la puesta de sol.

Al llegar a Tokio, fui al parque de Ueno. Era sábado y el mercadillo de segunda mano de Ameyoko estaba repleto de gente. Unas idol cantaban en un escenario casi improvisado. Desde el Museo Nacional de Tokio se podía seguir el camino de los 800 cerezos del parque. Y allí estaban por fin. Dos, tres, cuatro cerezos despampanantes, abiertos, casi pornográficos. Se hizo una fila para fotografiarse con ellos. Las ramas caían como sauces hacia el suelo y se prolongaban en las manos de los turistas nacionales e internacionales que las sujetaban en las palmas. Como si, por fin, la floración hubiera llegado. A los cuatro días volví a casa. El almendro estaba en flor y el paraguayo también. La primavera estaba en el hortal y yo casi me la había perdido. 

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